LOS USHEBTIS
Toda civilización tiene su historia, a la vez que el conocimiento de
aquélla, también, se nutre del saber popular. Cuentos, fábulas, poemas,
historias en general, transmitidas de padres a hijos con parte de verdad y
bastante o no de fantasía. Este, en parte, me lo transmitió mi padre.
Durante el Imperio Nuevo, en el reinado de Amenhotep III, la práctica, ya
ancestral, de añadir ushebtis en las tumbas aumentó, y se empezaron a colocar hasta una por cada día del año. Estas figuras (ushebtis) servían
al difunto, y su función era sustituirlo en los trabajos agrícolas que éste
debía de realizar en el más allá. Figuras talladas por los artesanos donde
se gravaban pasajes de "El Libro de los Muertos".
En el Valle de las Monas, zona secundaria de El Valle de los Reyes, mientras
los artesanos de Deir el-Medina construían la tumba de Amenhotep III y
elaboraban aquello que debería acompañar al faraón, en la ciudad de Tebas se
casaban los campesinos Napu e Ia. Felices, contentos y con toda la vida por
delante, Napu e Ia, empezaron su vida en común, con la esperanza de que sería larga y afortunada, encomendándose, a tal fin, a la diosa Hator.
Las obras del hipogeo de Amenhotep III y la vida marital de nuestros
protagonistas transcurrían en paralelo, fluyendo con una normalidad aparente.
Napu, tubo que reconstruir, antes de la boda, la casa donde iban a vivir los
esposos, ya que se derrumbó, parcialmente, siendo el motivo más probable
algún que otro defecto en los ladrillos sin cocer con los que se construían
las casas.
Naker, artesano de Deir el-Medina, era el encargado de elaborar los ushebtis
de la tumba de nuestro faraón Amenhotep III.
La pareja seguía con su feliz existencia, esperando el fruto de su unión. La
felicidad, los días y el amor transcurrían placidamente. Todos sus vecinos
comentaban -que felicidad desprende esta pareja! -. Y era verdad, se trataba de una unión no sólo de cuerpos sino también de almas, como si se
hubieran unido dos trozos de una misma, previamente separada. Ciertamente,
al poco de conocerse ya tuvieron claro cual sería el final de ambos, su unión, pero una unión en la más alta esfera. Amores que superan la barrera
de lo terrenal para continuar en lo espiritual, en lo eterno. Uniones perfectas, sencillamente, se amaban.
Naker ya finalizaba la elaboración de los ushebtis y ahora debían pasar a
las manos de los escribas para que hicieran las inscripciones, en los cuerpos de esas figuras, ahora sin alma, de pasajes de "El Libro de los
Muertos".
La alegría de esos días, se rompió. Súbitamente, murió Amenhotep III tras un
próspero y pacífico reinado. Durante los preparativos del entierro, los
artesanos finalizaban los últimos detalles en el hipogeo y los sacerdotes
los propios del ritual funerario de nuestro faraón.
La tristeza llenó el corazón de los egipcios y, como si hasta el cielo
quisiera llorar su muerte, estuvo lloviendo, inexplicablemente, durante siete días con sus siete noches. Se paralizaron las labores del campo y Napu
e Ia, salvo para pocas cosas, permanecían en el interior de su casita, como
los demás campesinos.
Aún nadie tiene capacidad suficiente para explicar lo que sucedió la noche
del séptimo día, en el barrio donde Napu e Ia vivían. La única casita que se
derrumbó fue la suya. Murieron a la vez, aplastados mientras dormían.
En el mismo instante de su muerte, el escriba encargado de escribir los
pasajes de "El Libro de los Muertos" en los ushebtis de la tumba del faraón
muerto, terminó la última inscripción de la figurita que le quedaba, mientras un trueno ensordecedor iluminó por completo todo el cielo de
Tebas.
La leyenda cuenta que las almas de Napu e Ia, unidas, encontraron reposo y
se fueron a instalar, inexplicablemente, en dos ushebtis de la tumba de Amenhotep III.
Cuando la tumba fue excavada, pese a que había sido ultrajada anteriormente,
se encontraron dos figurillas intactas. Eran dos ushebtis, extrañamente cogidos de la mano y, en vez de poner el nombre del difunto en ellas,
aparecía el nombre de Napu, en una, y el nombre de Ia, en la otra.
Cuando los vi, recordé la historia que un día me explicara mi padre, pero
él no me pudo nunca explicar, porque no se sabía hasta dónde llegó el amor
que se profesaban Napu e Ia. Por mucho que trataba de secar los rostros de
los ushebtis, al instante brotaban, de nuevo, unas lágrimas que recorrían
sus mejillas y se instalaban en la comisura de los labios. Cogidos de la mano, juntos para toda la eternidad y con lágrimas perpetuas. Así los
encontré y así los dejé, donde sus almas quisieron tener el reposo eterno y
donde su amor permanecería intacto. Su unión en vida, fue perfecta, traspasó
las fronteras de la muerte y del olvido, permaneciendo inalterada. El más
allá los recogió y los mantuvo unidos, pero esas lágrimas no se podrán secar
jamás. Espero que sean fruto de la felicidad eterna que todos buscamos y que, solo, algunos consiguen aún habiendo pagado, en vida, un alto precio
por ello.
JEPER |