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EL ESCRIBA

  
 
 
El joven hombre parecía divertido. El historiador se hizo el tonto. Igualmente apuntó en su pergamino lo que el escriba le contaba mientras arreglaba los papiros. A Herodoto le costó creerle puesto que el hombre no miraba de frente pero al final hizo caso omiso al tono risueño y anotó los datos cuidadosamente en su libro, no sin antes explicitar la actitud que tenía el escriba mientras le dictaba sus datos. Inverosímil totalmente pero su misión era escribir todo lo que oía y todo lo que le decían los doctos y los comunes ciudadanos del Egipto. Al día siguiente se acercó al embarcadero de Sais. Inició una conversación amena con un pescador que reveló ser más educado de lo que parecía. Le dijo a Herodoto que por unas monedas de oro lo llevaría por el Nilo a conocer el lugar que el escriba le había indicado. El historiador tenía espíritu de aventura así que accedió a la invitación sin dudarlo dos veces. El aire febril de sol iluminaba el río en pleno día. Las garzas graznaban y las palmeras se veían bien verdes. Bordeando el río se alejaron unos diez o doce kilómetros al sur del embarcadero. Allí no había nada, salvo el nacimiento de un arroyo grande que parecía un afluente. Era justo lo que Herodoto creía. Algo brillaba en medio de las plantas altas del río. El pescador lo recogió después de matar una serpiente. Se trataba de la estatuilla de un escriba de oro macizo, ricamente pintada. El pescador sugirió seguir el curso del arroyo grande. Llegaron a una playa rica en humus; allí descendieron. Una hilera de piedras se enterraba en la playa. Siguieron la ruta que marcaban los cantos rodados y las caracolas, más al sur.  Al final de la hilera, encontraron una pequeña pirámide cubierta de arena.  Trabajaron dos horas; luego pudieron romper el sello y penetrar en la pequeña sala pintada con El Libro de los Muertos. En el fondo, el rico sarcófago de una mujer joven; a sus pies la tumba pobre de un escriba desconocido. Sabían que era un escriba por las inscripciones halladas en la pared.  En el muro decía : "Aquél joven que ejercía las artes de Thot, muerto después del desgraciado deceso de aquélla."  (aquí la inscripción se interrumpía). Herodoto recordó al  joven. Volvieron al anochecer, no sin antes cubrir la pirámide  y sellar su puerta. Se dirigieron hacia donde trabajaba el escriba. Nadie había oído hablar de él, nadie de esas características trabajó nunca allí en ese lugar. En el libro apuntó la escena que tuvo lugar el día anterior, todo lo demás fue una especie de son de cítara, algo que no quedará en las páginas de los libros, algo que el insigne historiador, por prudencia, guardó en su memoria pero que él calló para siempre, como se callan los sueños.

 

Ileana Andrea Gómez Gavinoser

 

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