Las
tres reinas
Monomaníaco tal vez. Él se decía a sí mismo que estaba empujado
por la pasión. Desplegó el diario y leyó las noticias. En primera página, el
gran descubrimiento de Carter en el Valle de los Reyes y los aplausos de
todo el mundo. Hizo una mueca rala con un dejo de desprecio. Volvió a estirar los papiros antiguos sobre la mesa. Con mucha meticulosidad repasaba
los jeroglíficos y hacía anotaciones en un cuadernito. También sobre la
mesa se veían, cuidadosamente paradas, las estatuillas de las tres faraones,
las tres de distintos períodos del Egipto: Hatshepsut, Nefertiti y Cleopatra. Recordó las palabras –que a él le parecieron muy ridículas- de
sus colegas sobre la última. Ni la banal película con Theda Bara lograba
empañar su memoria.
La conversación de la cena del martes entre arqueólogos y damas de la alta sociedad, lo dejó ensimismado. Julio Rabin inició el debate.
Todos comentaban los recientes hallazgos y un singular acontecimiento: del
Museo de Buenos Aires habían robado manuscritos, estatuillas y diversos
objetos correspondientes a las tres reinas favoritas del doctor Alejandro
Gutiérrez. El motivo parecía fútil y sin sentido. Para todos la causa era,
sin duda alguna, la belleza.
Gutiérrez, ya en su mesa de trabajo, desplegó sus propios manuscritos ante su vista. Le parecía que el mundo era un poco necio. Él
también se sintió despreciable, incapaz de conocer el verdadero motivo de
ese crimen.
Pensó que, en los tres casos, había un factor común –que no era
nada vulgar- a pesar de que sintió que ellas realmente significaban la belleza, también comprendió que en las reinas estaban presentes la
inteligencia y el conocimiento espiritual y sus razonamientos lo llevaban a
muchas conclusiones. Pensó que Egipto es el país de la religión del sol y
que todo giraba, literal y metafóricamente, en torno a la estrella que rige
nuestro sistema planetario. Meditó en los conocimientos de Hatshepsut sobre
la astronomía, en la religión monoteísta del esposo de Nefertiti, en los
cuidadosos estudios de la “caprichosa” Cleopatra también sobre astronomía, pensó en su hija Elena Hipatia, cuyos rasgos egipcios había heredado de su
madre. Dedujo también que por todos esos motivos las tres reinas fueron casi
borradas de su propia historia, y pudo cerrar los ojos hacia dentro y pensar, intuir casi como una verdad de perogrullo, que la esencia de Egipto
era heliocéntrica a pesar de los esfuerzos de Ptolomeo, de ceder ante el régimen imperante y dejar a la posteridad la burda mentira de que todo giraba alrededor de la tierra. Pensó en el loco maníaco envidioso que
propuso los temas en la mesa, ése que se creía Thutmosis o Julio César, él,
ese viejo Julio Rabin que despreciaba a todas las mujeres pero que fue el
primero en tirar la primera piedra durante la cena, durante esa tarde en que
Hipatia fue desollada a la luz del día , durante la tarde en que el faraón
ordenó que se borraran todos los rastros de Hatsheptsut , aquella madrugada
en la que sentenció que se enterrara el cuerpo de Nefertiti donde no lo
viera nadie, él que había entrado al palacio para comprobar que Cleopatra
estuviera viva para el escarnio total del pueblo romano ,él que había apoyado la tesis que
sostenía una interlocutora de Bentrand Russell que todavía sostenía que la tierra estaba
apoyada sobre una montaña de tortugas…
Él contemplaba una imagen de Maat, la diosa de la Justicia, cuando le dijeron que el tirano había muerto. El mundo ya no le parecía
tonto.
Ileana Andrea Gómez Gavinoser
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