En
1890 se publicó en España (Barcelona, Montaner y Simón) un libro
escrito por un acaudalado viajero suizo, que nos relataba sus
experiencias vividas en Viaje
por el Nilo. El autor era C.
Von Gonzenbach, de quien pocas referencias nos han quedado en la
actualidad, de tal suerte que diccionarios biográficos y
enciclopedias enmudecen cuando se busca en ellas algún rastro de su
pasada existencia. No obstante, leyendo esta obra nos encontramos
frente a alguien que, a la par que adinerado, podía presumir de
persona culta y de talante aventurero. Debemos pensar en un carácter
audaz cuando un viajero europeo como era él se decide, en 1887, a
recorrer el curso del Nilo hasta Sudán;
cuando todavía estaba reciente la toma de Jartum, tras la
derrota sufrida por las tropas anglo-egipcias (1885), a manos del líder
independentista sudanés conocido como el Mahdí. De hecho, desde
varios años atrás, el tráfico de viajeros y, por supuesto, el
incipiente turismo habían quedado interrumpidos en el sur de Egipto.
En cualquier caso, Gonzenbach
demostró sobradamente su afán aventurero, ya que, cinco años después
de hacer público su itinerario por territorio egipcio, dio a la
imprenta un nuevo libro de viajes en el que relataba su recorrido, a
modo de peregrinación, por tierras de Palestina y Siria (Pilgerrit;
Bilder aus Palästina und Syrien). Con ambas obras, este suizo de
tradición germánica quedaba convertido en un apasionado
orientalista. Si bien es verdad que, al margen de estos dos títulos,
nada más sabemos acerca de su actividad intelectual.
La edición original de Viaje
por el Nilo se publicó en Stuttgart (Alemania), a cargo de
Verlags-Ansalt, en el mismo año que fue llevado a la imprenta en España,
lo que demuestra el rápido éxito internacional que este libro había
cosechado y que lo convirtió en todo un best-seller
de la época. Es muy significativa la rápida difusión que tuvo este
texto por Europa, y viene a demostrar la enorme popularidad alcanzada,
a finales del siglo XIX, por el país de las pirámides. Fenómeno al
que, como vemos, no eran ajenos, en modo alguno, los lectores españoles.
A este respecto, quien aquí escribe nunca se cansará de lamentar la
oportunidad perdida entonces para haber desarrollado en España una
Egiptología científica, comparable a la que se impartía en
universidades y academias de otros países europeos. Quejas al margen,
debemos honrar la meritoria actividad editorial española que ha hecho
justicia, durante el siglo XX, a
este Viaje por el Nilo. Al
menos dos son las reediciones conocidas, y ambas han querido ser
fieles a la obra original de 1890. La primera de ellas, publicada
también en Barcelona por la editorial Laertes en 1982, es una
reproducción facsímil de la edición decimonónica; y la segunda,
editada nuevamente en la Ciudad Condal en 1997, reproduce también la
original de Montaner y Simón, aunque en esta ocasión se han
actualizado algunos términos para su mejor entendimiento por parte de
los lectores, incluyéndose notas a pie de página, que completan este
meritorio afán actualizador. Pero si algo debemos agradecer a los
responsables de estas dos ediciones, por su fidelidad a la de 1890, es
el hecho de haber mantenido las excelentes láminas y grabados, del
artista italiano Rafaello Mainella, que acompañan al texto con amplia generosidad y
le dotan de un mayor realismo, facilitando su comprensión y dándole
un aire de nostálgico sabor exótico.
Gonzenbach
inicia su aventura egipcia en la romántica Venecia, un día de
noviembre de 1887, cuando embarcado en el Mongolia
se dirige a las costas de Alejandría. Ciudad que él considera
hermosa, aunque -compartiendo opinión con otros viajeros precedentes-
la supone un mero eco de lo que pudo ser en época tolemaica; de cuyas
glorias pasadas se erigía aún la llamada “columna de Pompeyo”.
Es El Cairo su siguiente destino. Localidad sobre la que no ahorra
descripciones pintorescas, de un gran valor, no cabe duda, para
nosotros, lectores ya del siglo XXI:
“Junto
a la mezquita, de alabastro amarillo, cuyos dos esbeltos alminares se
alzan cual obeliscos, se encuentra la plataforma que ofrece tan
maravillosa perspectiva: a nuestros pies el mar de casas de El Cairo
con sus cúpulas, alminares y palacios; detrás de las ruinas del
acueducto El Cairo antiguo; más allá la faja azul del Nilo, que
serpentea por verdes llanuras y bosques de palmeras; las pirámides de
Gizeh, casi tocando el amarillo desierto líbico, detrás del cual
empezaba a ocultarse entonces el sol, dorando con sus últimos rayos
las vidrieras de la gran mezquita del sultán Hassán…” (Ed. 1997,
pp. 25-26).
Tampoco
excluye nuestro autor referirse a otros temas de interés,
aprovechando que su estancia en la capital de Egipto, como es el caso
de las cuestiones de ámbito político y económico del país del Nilo,
haciendo interesantísimos retratos psicológicos y biográficos de
las personalidades con las que tiene la posibilidad de relacionarse.
No se olvida de visitar las salas del museo de Bulaq (actual Museo
egipcio de El Cairo). Y tras explorar la meseta de Gizeh, deja bien
patente su admiración por las antigüedades egipcias.
A
partir de ese momento, la expedición del viajero suizo tendrá como
protagonista al Sesostris, el
dahabie, o barco de vela fluvial, que ha de trasladarle por el Nilo,
desde el Delta hasta Asuán, en territorio nubio. El paseo por el Nilo
se convierte en un recorrido por un país exótico y pintoresco
anotado por la ágil pluma de Gonzenbach
e inmortalizado en imágenes por el lápiz, siempre tan preciso, de Mainella. Las costumbres de los fellahs,
sorprendentes en ocasiones para un testigo occidental; el colorido de
la flora, la variada fauna de las riberas del caudaloso Nilo: todo
queda recogido con gran celo en esta obra.
La
civilización de los faraones, tras visitar las restos greco-romanos
del oasis de el Fayum, se hace presente en Dendera. Y es a la vista de
este gran monumento faraónico donde Gonzenbach
aprovecha la ocasión para exponer a sus lectores una breve,
aunque completa, reseña de la trayectoria histórica del antiguo
Egipto, conforme a las enseñanzas de los grandes Mariette y Ebers.
Dendera impresiona a nuestro autor y a sus acompañantes, como no podía
ser de otra manera y, por ello, varias páginas del libro están
dedicadas a su descripción e historia.
Desde aquí, el curso del Nilo por el alto Egipto va a deparar
al viajero suizo joyas
imperecederas de la antigua civilización faraónica, que asombran por
igual a los viajeros de nuestro tiempo. Comenzado el año 1888, el Sesostris
arriba a las orillas de Luxor. Frente a él, las ruinas de Karnak
y, más adelante, el Ramesseum y los Colosos de Memnon. En esta
ciudad, Gozenbach fue, además,
un triste testigo de la lamentable situación en que se hallaban
entonces los restos de las glorias arquitectónicas de la otrora
floreciente Tebas, como era el caso del templo de Luxor:
“En
su extremo septentrional rematan esas construcciones con un pilón,
delante del cual se ven todavía cuatro colosos de Ramsés, pero
cubiertos casi totalmente por los escombros que los van envolviendo,
lo que, sin embargo, no es de sentir, pues la parte que sobresale de
los bustos ha sido desde tiempo inmemorial blanco de la superstición
musulmana y de la travesura juvenil. Las arrogantes estatuas, que en
otro tiempo dominaban la avenida de las esfinges que conducía a
Karnak, han sobrevivido en tan prosaica situación a las mutaciones de
las cosas terrenales; los desbordamientos del Nilo superior y las
arenas del desierto no les han alcanzado; pero los ahogan los
escombros y la inmundicia” (p. 110).
Siguió
después el paso frente Kom Ombo y, tras diversas peripecias sucedidas
durante el paso de la primera catarata, la inolvidable visión de Filé,
como “una piedra preciosa” (p. 154) que había brotado de la aguas
del Nilo. Después, la más que esperada visita a Abu Simbel, con un
detenido examen del templo, parcialmente cubierto por arena, puro
desierto al que debemos agradecer la conservación de muchos
monumentos que, de otra manera, habrían sido arrasados por la mano
del hombre.
Tras
abandonar el pétreo monumento a las glorias de Ramsés II, el
aventurero suizo no mostró reparo alguno en cruzar la segunda
catarata, adentrándose en el inquietante territorio sudanés. Allí
pudo ser testigo de excepción de las habituales escaramuzas entre las
tropas británicas y los derviches al servicio del Madhi. Proseguir más
al sur hubiera sido una locura y, con toda probabilidad, los ingleses
no lo hubieran permitido. De esa manera, a finales de enero de 1888, Gozenbach,
su familia y sus otros acompañantes retornaban nuevamente hacia
Egipto, a través del omnipresente Nilo, en busca de las aguas del
Mediterráneo. Regreso, pero no descanso, puesto que, entre otros
destacados restos de la antigüedad -como el, hoy madrileño, templo
de Debod- tuvo oportunidad de contemplar varias tumbas reales en el
Valle de los Reyes, además de los templos de Kurna y de Deir el-Bahari
o los enterramientos del Asasif, también en territorio tebano.
Más
adelante, Medinet Habu, el gran templo de Ramses III, servirá a Gozenbach
para recrearse en este faraón y alabar el impresionante edificio,
grandioso y magnífico, y en el que se encuentran representados los
diversos pueblos que circundaban al Egipto de Ramses, en un auténtica
galería de cuadros históricos y etnográficos a un mismo tiempo:
“Allí están los caudillos de los kushitas o etíopes, de los
libios, de los tarsos, de los maxios, de los Khartanos, como también
de los hititas, de los amoritas, de los zygritas, de los khartanos que
habitaban la Cilicia, de los edomitas, de los thursheitas, de los
prosotidas y de otros muchos” (p. 250). Abidos fue también objeto
de visita, donde nuestro viajero destacó la importancia de los
setenta y seis cartuchos correspondientes a otros tantos antepasados
de Seti I (padre de Ramses II) que el infatigable Mariette descubriera
en su momento.
Hay
que decir, con admiración, que en los cinco meses que duró este
exhaustivo Viaje
por el Nilo, Gozenbach
no dejó, prácticamente monumento o resto alguno (conocido en su
momento) por escudriñar y relatar en su diario. En ruta hacia El
Cairo, aún tuvo tiempo para visitar, entre otros muchos ejemplos,
Tell el-Amarna, la capital de Ajenatón, cuya actividad herética es
bien resumida en la obra; o Beni Hassan y sus cámaras sepulcrales de
la dinastía XII; así como las Pirámides de Maidun y la ciudad de
Bubastis, famosa por los vestigios de época hiksa que habían salido
a la luz bajo la dirección del egiptólogo, también suizo, E.
Naville (Bubastis, 1891).
Finalmente,
el 23 de abril de 1888, Gozenbach
y su “séquito” salían del puerto de Alejandría rumbo al común
hogar europeo. Quedaban atrás muchos días vividos a caballo entre el
pasado y el presente del milenario Egipto. Unas jornadas que no iban a
caer en el olvido, sino que, por el contrario, pasarían a ser
inmortalizadas a través de la pluma y las imágenes en este Viaje por el Nilo. Sin duda, la obra de un agudo y culto
observador, y tan valiosa para el lector actual -quizá incluso más,
porque el Egipto decimonónico es ya historia para nosotros- como lo
fue para nuestros abuelos de 1890.
Autor:
Jesús Balduz
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