Retorno
a Menfis
Por
José
Ignacio Velasco Montes
Me
despierto con esa sensación agradable y especial de los domingos por la
mañana. No es otro día más de trabajo. Es tarde y el sol penetra a
rayas por la mal cerrada persiana, dibujando unas líneas amarillentas,
paralelas e intermitentes sobre la pared, la cama y el suelo. En la
cocina, ella y los niños discuten las mismas cosas de siempre y hasta mí
llega el confuso tráfago de conversaciones, cacharros de cocina, el
tintineo de una cuchara al remover en un vaso y el incesante botar de un
odioso balón.
Me
desperezo con todas mis fuerzas en un intento de alejar el resto del sueño
que aún embota mi cabeza. El cerebro, súbitamente liberado del estupor
post-onírico, empieza a hacer planes para el día en un soliloquio en voz
alta habitual en mí.
--Todo
el día libre... ¿A dónde voy? ¿A la cuesta Moyano a buscar viejos
libros de Egipto? ¿Al rastro? ¡No! Es donde voy siempre. Hay algo que
desde hace tiempo quiero hacer... y nunca lo realizo. Hoy lo haré... ¡me
voy al Museo Arqueológico!
Me
arreglo, desayuno y salgo en escaso tiempo. Un par de autobuses y un corto
paseo por la calle Serrano bajo el sol de la limpia mañana antes de
atravesar la gran verja de hierro y subir una corta escalinata. No lo dudo
y me encamino, directamente, al pabellón Egipcio.
Penetro
en ese mundo diferente del que nos separan más de cinco mil años. Mi
olfato se llena del olor de lo antiguo y mis dedos, como siempre, tocan lo
prohibido. Doy una vuelta, sólo yo me encuentro en la sala, contemplando
las vitrinas de gruesos cristales, mirando los objetos que, tanto tiempo
atrás, fueran de otros seres. Finalmente me siento a contemplar una de
las momias. Se encuentra dentro de su ataúd y parece contemplar, estático,
un techo que es todo su horizonte. En mi interior se agrupan las preguntas
y una consciente curiosidad me embarga.
--¿Cuál
era su mundo? ¿Quién era? ¿Qué hacía? ¿Qué pensaba? ¿En qué
momento de la historia vivió?
Por
un momento me incorporo y leo la información colocada en una esquina de
la vitrina: “Momia de Imiotep. Sacerdote de la Dinastía IV”.
No, no me dice nada. Es el clásico letrero escueto, como toda la
documentación expuesta en los museos. Quisiera saber más, pero estoy
seguro que, ni en los archivos del centro, constarán más datos. Miro
fijamente al embalsamado cuerpo, intentando penetrar en lo que para mí se
me antoja un misterioso pasado.
Es
una momia obscura, apergaminada, de pómulos hundidos, nariz aguileña y
aplastada, ojos vacuos cuyos secos párpados se hunden pero parecen
contemplarme desde su vacía profundidad. El exceso de ungüentos, natrón
y pez, han carbonizado los tejidos en manifiesta complicidad con el
tiempo. Las manos se encuentran ocultas bajo bandas de fino lino que,
otrora, fuesen blancas y suaves. La frente, lisa y calva, casi muestra,
por transparencia, la calavera subyacente a la efímera, contraída,
reseca y negra piel. Tiene escasos y descoloridos pelos. Las orejas, bien
conservadas, se encuentran separadas en soplillo.
Percibo
el olor rancio de la negra pez, de los ungüentos, de la mirra alterada,
de la goma arábiga dura y seca, de los aceites aromáticos que han dejado
de serlo. Me vuelvo al asiento contemplando los desteñidos jeroglíficos
que, en rojos, azules, verdes y dorados amarillos, en una casi
inapreciable policromía, decoran el ataúd. Es un cajón cuadrado y
basto, de madera agrietada cuya tapa se muestra al lado, apoyada sobre el
cristal del fondo.
Durante
unos instantes, mis ojos recorren los jeroglíficos en un intento de
lectura y transliteración, pero apenas si sé nada sobre ello. Y siento
no conocer más; perro nunca he profundizado en ello. Me prometo hacerlo;
debo mejorar mi capacidad en la lectura del antiguo egipcio. Durante unos
instantes, concentrado en mi curiosidad, me digo, sintiendo realmente ese
deseo:
--“Me
gustaría haber vivido en aquellos tiempos”.
Y,
de inmediato, noto que una intensa sensación de vahído se apodera de mí.
Todo me da vueltas. Un vórtice de tiempo, una espiral azul como el cielo
despejado, gira a mi alrededor y me envuelve como un torbellino de luces
brillantes que me hacen girar como una peonza. Por momentos me vuelvo ingrávido.
Advierto que mis ojos sólo ven el intenso índigo en el que estoy
inmerso. Siento que vuelo, rápidamente, hacia atrás, muy hacia atrás en
el tiempo y que me estoy trasfigurando en alguien que no soy yo…
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