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Relatos Egipcios

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Retorno a Menfis

Por José Ignacio Velasco Montes

  

 

2.-

 

Amanece. Desde la balaustrada de granito, contemplo el cercano Nilo. El cálido aliento del desierto llega hasta mí mezclado con el olor de la humedad, los lotos, los papiros, los nenúfares y los tamarindos. A escasa distancia, en la orilla, grandes cocodrilos toman el sol con las bocas abiertas mostrando sus hileras de dientes. Dentro del agua, mirando estáticos, los dos ojos de los hipopótamos parecen dos flores de lotos flotando al ras del agua. Estoy inmerso en desagradables pensamientos y siento que la impotencia de mi situación me consume. Me encuentro atrapado, sin escapatoria.

 

--Es designio divino –digo hablando conmigo mismo.

 

Sin embargo, algo en mi interior se irrita y rechaza el honor que me han concedido.

 

--El rey lo ha querido. --Me digo y repito una y otra vez.

 

Pero ninguna de las muchas respuestas que voy obteniendo me saca del mar de dudas en que me encuentro.

 

--¿Por qué precisamente yo? --Me pregunto hablando en voz alta.

 

A mi izquierda, lejos, la hierática figura de una incompleta esfinge de gran tamaño, que muestra un esbozo del rostro de Keops, parece sonreírme enigmática ante mi problema. Por detrás y a la derecha, la inmensa mole de la Gran Pirámide espera ver rematada su cumbre con un piramidión que están cubriendo de dorado cobre. Keops, el rey, que la contempla a diario desde hace más de diecisiete años, puede al igual que yo, apreciar el lento, pero imparable, avance del monumento funerario donde desea reposar, a su muerte. A mi espalda, silenciosa, la ciudad de Menfis despierta a un nuevo día.

Sé que en unas horas mi vida habrá cambiado profundamente. Mi vida quedará reducida al interior del templo de Anubis, de donde no podré salir hasta que llegue el momento para el que voy a ser instruido y consagrado.

Una larga caravana, al ritmo lento y cansino de las acémilas y los onagros, discurre paralela al Nilo, muy lejos todavía. Lo hace entre palmeras, sicómoros, adelfas, tamarindos y dunas. Lleva la dirección que, desde hace muchas semanas, le marca la estrella Sirio. Es la ruta habitual de las caravanas que van y vienen de los oasis. En menos de una hora hará alto en Menfis antes de continuar su camino. Ellos seguirán libres mientras yo estaré dentro del templo. A pocos kilómetros y a ambos lados del Nilo, el dorado desierto lo cubre todo y empieza a reverberar bajo el sol de la mañana.

 

--Anjaf, mi amo. Es la hora de partir. --Me advierte mi sirviente Nubio, negro como la noche.

--¿Has preparado mi ropa, Balub?

--Sí, mi amo, todo está dispuesto.

 

Respiro profundo, despidiéndome con la vista de todo lo que puedo contemplar. Penetro en el recinto y me coloco la faldilla, de enorme valor y cuajada de bordados en hilo de oro, que me ha regalado el rey. Unas sandalias de suela de mimbre, recamadas en oro y plata, son colocadas por Balub en mis pies. Y ambos salimos marchando en silencio hacia el relativamente próximo templo de Anubis, el Señor de la Muerte, donde he sido destinado. Pílonos, arcos, y sobre todo Menfis, la ciudad que amo, van quedando atrás.

Una enorme puerta se interpone ante mí. Grabada en la madera, una figura humana con cabeza de chacal me contempla. Es Anubis, el Dios al que voy a ser consagrado. Balub golpea por tres veces con el puño y al rato la puerta se abre. Un servidor del templo me franquea el paso mientras me contempla con ojos de conmiseración. Balub le entrega una pequeña bolsa con mis pertenencias.

 

--Anjaf, mi señor. Que sus dioses y los míos le concedan felicidad y larga vida. --me despide Balup.

 

Estoy seguro que a Balup no le volveré a ver nunca más. Le hago un gesto con la mano mientras avanzo por el largo paseo que conduce al interior del templo. La larga calzada discurre entre peristilos cubiertos de jeroglíficos, esfinges de alabastro, tranquilos patios y paredes empapadas de verdad eterna.

Un hierofante con pintura roja de aleña en la frente y en las palmas de las manos, me corta el paso bajo el pronao de entrada al templo. Sus columnas son tan gruesas que cuatro hombres no pueden abrazarlas.

 

--¿Quién eres que osas entrar así en el templo de Anubis, Dios de la Muerte y Señor del Viaje Eterno al Más Allá?

--Soy Anjaf, Sacerdote de Isis y Osiris e Iniciado en los Misterios Eternos. Reclamo la presencia de Imiotep, el que todo lo sabe y que será mi mentor ante Anubis por orden del Gran Dios Viviente Keops.

--¿Puedes demostrar lo que dices? –Inquiere aunque sabe que no miento.

 

Saco de la bolsa, que porta el novicio que me ha permitido entrar, la estatuilla de Isis y un papiro y los muestro en una mano. Es mi título de Iniciado. Elevo la otra mano y le muestro el anillo de oro y turquesas representando un escarabajo. En uno de los élitros va grabado el cartucho del rey Keops; en la otra ala un ideograma que me concede todo el poder inherente a mi situación.

 Para el sacerdote no queda duda, aunque nunca la ha tenido. Baja la afeitada cabeza en un gesto de profundo respeto. Me señala una puerta, mientras sus labios murmuran en voz baja, pero perceptible, una cantinela:

 

--Sólo las almas puras llegan al final y encuentran la Eterna Luz. Los perversos, los débiles, mueren o enloquecen.

 

La puerta, una hermosa doble pieza de madera que gira sobre unos goznes de cobre, se abre ante nuestra proximidad. Por encima de ella la velada estatua de Isis nos observa. Penetro y las dos hojas de madera de cedro del lejano Retenu, de considerable grosor y perfecto ajuste, se cierran con un chasquido a mi espalda. Estoy solo en un gran salón de techo alto. Al fondo, una gran estatua de Anubis sedente en obsidiana verde oscuro me contempla fijamente. El dios, un cánido con cabeza de chacal, tiene los dos antebrazos extendidos sobre los muslos y en la mano derecha sostiene el Tau, la cruz con asa emblema de la vida. Avanzo hasta colocarme delante de la estatua, cuyo tamaño me sobrepasa en altura. Hago un gesto de adoración y espero.

Una invisible puerta, un bloque de piedra que gira con un claro chirrido de arena, se abre en un lateral y un sacerdote de mucha edad aparece por ella. Me vuelvo y lo miro con un claro interrogante en mis ojos.

 

--Soy Imiotep, Gran Hierofante de Anubis y antes, como tú, Sacerdote de Isis y Osiris. ¿Me buscas?

--Maestro, que la vida sea eterna para ti. Mi nombre es Anjaf y traigo un papiro de nuestro dios viviente Keops.

 

Me acerco a él y coloco un ósculo de fidelidad en la mano del anciano sacerdote. A continuación saco un papiro sellado con el contraste real, el cartucho de Keops y se lo entrego. Imiotep rompe el sello y lee el escrito que viene en signos hieráticos, la escritura secreta sacerdotal reservada a los Iniciados. Durante un momento el hierofante lo lee y relee. Después levanta la vista y me mira a los ojos y nos entendemos sin hablar. Los dos sabemos lo que significa la orden de Keops y lo que implica ser Gran Hierofante de Anubis al servicio del rey. Imiotep me habla con lentitud, sopesando cada palabra que pronuncia.

 

--Grande es tu misión y excelso tu destino. Has sido elegido para penetrar en los misterios de Anubis y en su momento preparar al rey en su viaje, acompañándolo y protegiéndole con la magia que aquí aprenderás, mientras dure el tránsito.

 

Hace una pausa, como buscando algún comentario más, pero la expresión que lee en mis ojos le desanima, pues le dicen que conozco a fondo mi destino.

 

--¡Ven, sígueme!

 

Y ambos penetramos por la puerta disimulada que ha quedado abierta.

 

Retorno a Menfis 3

 

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