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Ptahemheb, el hombre que jugó a ser un dios

Por Ahmes Nefertari

 

 

Bienvenidos querido amigos.

 

Esta no es una historia cualquiera, como muchas de las que se cuentan sobre el antiguo Egipto. Esta historia es parte de la Historia; el protagonista existió, aunque con otro nombre, y los hechos están basados en hechos muy reales.

 

Les invito a conocer parte de la vida del pequeño artesano Ptahemheb, una vida marcada por el destructivo afán de poder y reconocimiento en un mundo y en un entorno que rozaba pero que no estaba a su alcance.

 

Adelante, por favor, tomen asiento, pónganse cómodos y escuchen con atención. Y, sobre todo, aprendan para no cometer los mismos errores que nuestro protagonista.

 

 

Ptahemheb, conocido como Hemy, vino al mundo en el año 10 del reinado de su señor User-Maat-Re Setep-en-Re, Vida, Salud y Fuerza. Su infancia se desarrolló en un hogar feliz, aunque con algún que otro problema económico, al igual que todas las familias. Su padre, Setepenptah murió cuando Ptahemheb apenas había cumplido los trece años de edad, quedándose su madre, la señora de la casa Merynefer, sumida en una gran tristeza. Merynefer todavía recordaba cómo su marido había enseñado a Ptahemheb su oficio de pintor del que tan orgulloso estaba y al que se dedicaba cuando no tenía que trabajar en el campo.

 

Sin embargo, Ptahemheb no era un niño demasiado alegre; se pasaba largas horas pensando en cómo llegar un día a ser un hombre destacado, con personal a su cargo y poder de mando. El campo, el oficio de su padre, la labor de los escribas en las casas de la vida... todo le parecía insuficiente. Soñaba con vestir como un gran general, hablar como un poderoso visir, ser adulado como un alto oficial y, ¿por qué no?, atraer a tanto gentío y su atención como lo hace el propio Amon desde su barca durante la celebración de la Bella Fiesta del Valle.

 

Quizá, la causa de las fantasías de Ptahemheb residiesen en el templo que se levantaba cerca de la casa de sus padres: el Gran Templo de Ptah, el buen dios, patrono de los artesanos.

 

Entre sueño y sueño, Ptahemheb perfeccionaba las técnicas de pintor, llegando a establecerse dentro del gremio como uno de los que gozaba de mayor calidad y belleza al ejecutar sus obras. Pero, su ambición comenzaba a causarle ciertos problemas con los compañeros y supervisores. Este era el motivo de que nunca le encargasen trabajos de consideración y gran envergadura a pesar de sus habilidosas facultades.

 

Al abandonar todos los días los distintos lugares en donde prestaba sus servicios, antes de llegar a la casa de su madre, acostumbraba a tomarse un pequeño descanso frente a los muros que rodeaban la morada del Gran Dios, el Gran Templo de Ptah.

 

Y así transcurría su vida, sin sobresaltos, hasta que un buen día, en el año 35 del reinado de User-Maat-Re Setep-en-Re Ramses, Vida Salud y Fuerza, recién cumplidos los veinticinco años, Merynefer apagó su aliento entrando en el reino de Osiris. Ptahemheb se ocupó de todo lo necesario para que su madre gozase de los mejores funerales, tendría las mejores plañideras y no faltarían los rituales necesarios; con sus ahorros había procurado para sus padres y para él mismo una morada de eternidad más que digna.

 

Pasados los primeros días, Ptahemheb no salía de su consternación por el trágico suceso. En unos momentos se alegraba por su madre, al fin disfrutaría de los Campos de Aalu junto a su querido esposo, aunque gran parte del día no podía dejar de pensar en sí mismo. Apenas tenía amigos y los que conservaba era más por el beneficio que algún día podrían reportarle que por verdadera amistad; no tenía novia, desde pequeño las chicas cuidaban de no relacionarse en exceso con él, posiblemente debido a su pequeña estatura, su aspecto de debilidad que infundía un terrible temor en ellas a no poder concebir, y sobre todo, su interés cada día más obsesivo y enfermizo por superar a los demás, lo que le impedía conversar tranquilamente sin pensar en la manera adecuada de utilizar cada palabra.

 

El tiempo transcurría y los hábitos de Ptahemheb continuaban siendo idénticos a la época en que vivía con su madre: se levantaba muy temprano, salía de casa al trabajo, terminaba su labor y, antes de llegar de nuevo al hogar, hacía el descanso de costumbre frente al muro del Gran Templo.

 

Fue en uno de estos momentos de evasión cuando junto a él se sentaron dos hombres jóvenes. Su conversación giraba entorno al Gran Templo y sus sacerdotes, por lo que Ptahemheb agudizó su oído. Al parecer, se decía que los sacerdotes necesitaban nuevo personal a su servicio para cubrir puestos de artesanos, laicos que estuviesen dispuestos a entrar a formar parte del funcionariado del Gran Templo de Ptah y, en concreto, a trabajar en las tumbas de los propios sacerdotes.

 

Terminada la conversación a que dio pie el paseo por los alrededores del Gran Templo, los hombres comenzaban a irse hablando ya de sus respectivas esposas y de cómo organizarían su próxima peregrinación a Abidos. Lo último que oyó Ptahemheb fue: ¡... ya sabes, hay muchos que se conforman con el poder de que tiene todo lo que mandamos escribir y representar en nuestra morada eterna, pero, por si acaso, mejor cumplir en vida; al fin y al cabo , qué mejor que unos días de fiesta después de tanto trabajo,...!, los hombres no estaban muy lejos, pero Ptahemheb ya no escuchaba; se quedó ensimismado mirando hacia el gran muro que rodeaba el templo, viendo la oportunidad que se le ofrecía de llegar a lo que él siempre había deseado: ser una persona respetada e importante; todos le envidiarían cuando supiesen que formaría parte de la comunidad del Gran Templo.

 

En unas pocas semanas, Ptahemheb consiguió entrar en el cuerpo de funcionarios. Su labor consistía en decorar las tumbas de los sacerdotes de Ptah y, en ese trabajo, pudo ver en dónde estaba el poder realmente. Se decía que el clero de Ptah llegaba a influir en las decisiones administrativas, pero nunca una persona del pueblo pudo llegar a pensar que ejercían una influencia tan grande en los asuntos de estado.

 

Ptahemheb trabajaba duro, pero su trabajo le resultaba más grato que el anterior, ya que se estaba relacionando con el Gran Clero de Ptah. Incluso tuvo la suerte de que uno de sus preceptores le mostrase los trabajos de inspección que realizaba en las grandes obras de estado por orden real. Pero no conocía la virtud de sellar sus labios y, no sólo contaba todo lo que veía o le confesaban en secreto, sino que además engrandecía y adornaba con expresiones de boato cualquier deseo suyo que nunca había llegado a convertirse en realidad pero que lo sería por la magia de la palabra. Poco a poco, entre los artesanos al servicio del templo crecía el número de personas que deseaban ganarse un puesto junto a él o estar a su alrededor para conocer de primera mano las grandezas vistas y oídas por Ptahemheb de mano de su preceptor.

 

Sin embargo, en lugar de crecer en su oficio y adquirir conocimientos superiores o perfeccionar su técnica, comenzó a descuidar su profesión para dedicarse a los ya numerosos adeptos de que gozaba. Sus intereses cada vez quedaban más patentes a la vista de cualquiera y, finalmente, él mismo se dio cuenta de que no faltaba más que un pequeño paso para ver cumplido el sueño de su vida. No tendría excesivos amigos, ni mujeres jóvenes a su lado, ni una esposa que cuidase de las labores y la economía doméstica, pero contaría con una horda de adeptos gracias a las características más sobresalientes de su personalidad, precisamente aquéllas que un día le impidieron gozar como lo hacían otros jóvenes. Pondría en marcha la máquina de las palabras y diría a cada cual lo que en el momento fuese su deseo escuchar, sin preocuparle si para ello tenía que tergiversar la doctrina del Gran Clero de Amon, el Gran Templo de Ptah o los decretos emanados del mismísimo Señor de las Dos Tierras User-Maat-Re Setep-en Re Ramses, Vida, Salud y Fuerza.

 

Para lograr su cometido, Ptahemheb comenzó por su propia casa. Por suerte, era una de las últimas de la ciudad y hacía esquina, por lo que las dependencias eran lo suficientemente espaciosas. Con la ayuda de uno de los artesanos escultores del Gran Templo, adquirió en pocos meses una gran estatua del dios Ptah. Habilitó hornacinas, cubrió bien todos los resquicios de su vivienda hasta conseguir una atmósfera en adecuada penumbra y, junto a este santuario, creó una sala de reunión en donde poder hablar a sus seguidores.

 

Mientras tanto, la disposición y trama de los acontecimientos que se avecinaban evadían excesivamente a Ptahemheb de sus labores en el templo, en tal medida que en una ocasión toda una hilera de estrellas que decoraban el techo de una de las tumbas de los sacerdotes tuvo que ser rectificada.

 

Ptahemheb aprovechaba los descansos para ganar adeptos. Un día consideró que había llegado el momento adecuado y comentó a uno de sus más fieles seguidores, Khaemkhat, cuáles eran sus intenciones: abandonar el servicio en el Gran Templo. Le contó cómo su experiencia en ese templo había abierto las puertas del conocimiento llegando a ser consciente de su propia divinidad. Ptahemheb narró, con todo lujo de detalles, cómo una de las mañanas que pasaba junto al Lago Sagrado escuchó una fuerte voz, la cual, después de llamarle por su propio nombre se presentó como el Creador, manifestándole que había llegado la hora de que conociese su verdadera naturaleza: Ptahemheb era el mismo dios Ptah personificado.

 

Su seguidor se quedó estupefacto, y boquiabierto empezó a pensar: “¿Cómo puede ser posible?, ¿estará diciéndome la verdad?, aunque por otra parte, ¿por qué me iba a mentir?”. ¿Acaso no había sido testigo de la grandeza de sus obras?, ¿acaso uno de sus superiores no había confiado en él mostrándole parte de los trabajos que le encomendaban y revelándole ciertos secretos?, ¿no era cierto que cada vez más personas se reunían bajo su mando?, ¿quién era él, humilde siervo para ponerlo en duda?. Ciertamente, se convenció Khaemkhat, Ptahemheb desprendía un halo de divinidad y poder, sus palabras eran dulces y casi mágicas para quienes le entendían y adoraban. A él le escuchaban más que a todo el resto de personas que trabajaban en el Gran Templo.

 

Ptahemheb supo jugar muy bien su papel. Al cabo de dos días todos los artesanos del Gran Templo de Ptah partidarios suyos eran conocedores de su divinidad por él proclamada. Y, por ello, acudieron a su lado. Fue entonces cuando se puso en marcha todo lo que había tramado y preparado con tan sumo cuidado.

 

Primero les llevó a su casa, les mostró el lugar de reunión, habló como un rey lo hace a su pueblo. De entre los allí presentes escogió a sus propios funcionarios al servicio del nuevo dios Ptah-kheperu que, como les explicó, no era más que una manifestación del propio Ptah, él mismo, divinidad de la que participarían uniéndose a él, haciéndoles creer que ellos también tenían poder sobre el resto de los adeptos mientras fuesen su mano derecha. Fueron tales sus artimañas, que hasta consiguió incluir en sus filas a grandes artesanos del Gran Templo de Amon.

 

Entre los funcionarios, había varios que no llegaban a creerse totalmente ese aspecto de divinidad, ni estaban muy conformes con cómo se iban desarrollando los acontecimientos y, aunque así lo manifestaron, esperaron junto a Ptahemheb para ver cómo transcurría todo.

 

Al principio, Ptahemheb hacía gala de una humildad propia de un fiel servidor, de la autoridad de un visir y de la estabilidad de un dios. Pero él sólo era artífice de su idea y la palabra por sí sola no era suficiente, por lo que los funcionarios trabajaban más duro aún que cuando estaban en los templos, especialmente aquéllos que provenían del Gran Templo de Amon, en donde las normas eran más estrictas y estaban acostumbrados a ser muy rigurosos en sus profesiones. Así transcurrieron unos tres años, pero Ptahemheb y la organización que él había creado se estaba convirtiendo en algo difícil de controlar y de entender por quien no estuviese atrapado en su red.

 

Ptahemheb había visto crecer una familia que ahora era la suya propia, ahora tenía más amigos de los que tuvo en su vida, aunque la idea que subyacía bajo esa amistad era la misma que siempre tuvo, y ¡no iba a permitir que nadie hiciese temblar sus cimientos!. Para ello tenía pendientes a sus adeptos desde horas muy tempranas de la mañana, con comunicaciones suyas y de sus funcionarios. Hacía que se sintiesen importantes permitiéndoles discutir, en la sala que había preparado para sus reuniones, sobre asuntos relacionados con las distintas divinidades, la administración y otros de estado. A menudo les comunicaba el ingreso de nuevos miembros, enorgulleciéndose por contar con personas destacadas de la sociedad, del ámbito militar y, especialmente, de los escribas, aunque ni siquiera los funcionarios mano derecha de Ptahemheb pudieron disfrutar de su presencia en la sala de reuniones. Tal era el ambiente creado que muchos abandonaban sus propios trabajos buscando temas y argumentos para exponer en las reuniones con el anhelo de llegar, algún día, a formar parte de los discípulos de Ptah-kheperu, los funcionarios. Junto con estos últimos creó unas normas que rigiesen la casa y todos eran uno cuando la afrenta a la persona del dios, a Ptahemheb, o a cualquiera de sus miembros venía desde fuera.

 

Y eso es lo que comenzó a ocurrir. Todo el entramado y las falsas verdades que Ptahemheb había imaginado se convirtieron para él en verdad absoluta, llegando a creerse sus propias palabras.

 

Pero llegó un día en que parte de sus funcionarios, aquéllos reclutados del Gran Templo de Amon, acudieron a él quejándose. Lo que en un principio había comenzado como la reunión de excelentes trabajadores bajo el mando de Ptahemheb agrupados bajo el concepto de funcionarios, creyesen o no en su divinidad a diferencia del resto de adeptos, dio paso a la arbitrariedad y a la posibilidad de que cualquier otra persona sin cualificar pudiera convertirse también en funcionario o a hablar en la sala de reuniones de temas que desconocían y para los que no estaban preparados. Así, pasado un tiempo, podían verse cocineros realizando las labores de los escultores, o a agricultores trabajando en artesanía intentando reproducir delicadas piezas.

 

Además, convinieron los funcionarios exaltados, que las reuniones comenzaban a convertirse no en un lugar de discusión y charla amigable, sino en un criadero de venganza, odio, maltrato y falta de respeto a todo aquél que no profesase la adoración de Ptahemheb y, por ende, la del nuevo dios Ptah-kheperu, su propia persona. Por todos estos motivos, los funcionarios rebeldes, que habían dejado más apartadas sus actividades en el Gran Clero de Amon, mostraron a Ptahemheb su interés por abandonar la Casa de Ptah-kheperu para regresar a sus respectivas y anteriores obligaciones.

 

Al mismo tiempo, el resto del mundo dejó de existir para Ptahemheb divinizado. Todo lo que sucediese fuera de los muros de la Casa de Ptah-kheperu carecía de importancia y tan sólo se atendía a las acciones de otros grandes o pequeños templos, incluso a las realizadas por los funcionarios rebeldes, para copiar parte de lo que él consideraba el secreto de su éxito. Y, como no, intentar dar cobijo a todos los pequeños servidores de otros templos o a los templos mismos, obligándoles a perder gran parte de su identidad y propagar la grandeza de su persona. No podía entender cómo siendo él la manifestación del dios Ptah y con el gran número de adeptos de que ya gozaba, aún había otros templos que podían continuar sin estar bajo su mando.

 

La sorpresa de Ptahemheb con la decisión de los rebeldes funcionarios, dejó paso a una iracunda furia, a una rabia descontrolada. ¡Cómo osaban solicitarle explicaciones por su comportamiento unos trabajadores a los que había cogido bajo su propio techo!, ¡Pedir explicaciones a un dios! ¡Inmoral, que falta de delicadeza y humildad, que prepotencia la suya, que animadversión hacia su deificada persona! ¿Por qué querían hacerle daño si él sólo se preocupaba del bienestar de sus adeptos, de su familia, la que hasta ahora también había sido la de ellos?

 

Aún así intentó su regreso, no podía perder personal de semejante valía.

 

Al no retroceder en sus demandas los funcionarios rebeldes y después de meditarlo durante unos pocos días, Ptahemheb los dejó marchar. Pero los excelentes artesanos del Gran Templo de Amon desconocían las intenciones ocultas de su ya antiguo señor y dios.

 

Ptahemheb tomó la siguiente decisión: quien estuviese dentro de la familia que formaba la Casa de Ptah-kheperu no podía tener relación con los rebeldes, debían elegir. Los nombres de aquéllos serían borrados de todos los archivos y olvidados para siempre, y ni estos ni sus acciones posteriores, por muy interesantes que fueren, podrían mencionarse en las reuniones de la Casa de Ptah-kheperu. Obligó a todos sus adeptos, con la ayuda de la magia que sus palabras producían en ellos, a dar muestras externas de la adoración que sentían por su persona. Si Ptahemheb se levantaba o sentaba, debían levantarse o sentarse con él; si Ptahemheb tomaba una decisión, todos debían manifestar su aprobación con las siguientes palabras: “Las acatamos y te adoramos, Oh! Grande entre los Grandes y Uno entre los dioses”.

 

Todas estas medidas causaron malestar entre parte de sus adeptos, muchos se fueron y varios de ellos tomaron contacto con los inexistentes vilipendiados, los rebeldes funcionarios del Gran Templo de Amon. No pensaban que fuesen ciertas las palabras que en el exterior se decían de su gran dios. Pero así fue.

 

Al igual que los funcionarios rebeldes, todo el que abandonaba la Casa de Ptah-kheperu o intentaba mantener relación con otros templos al mismo tiempo era enseguida, insultado y ridiculizado por sus antiguos compañeros y perseguido con orden de olvido por parte del mismo Ptahemheb.

 

Ptahemheb ya no era consciente de lo que había llegado a crear. Por esa máquina maligna había perdido casi su trabajo, al que sólo se dedicaba cuando sus obligaciones de dios se lo permitían; cada vez más adeptos veían la envidia en sus ojos. Los funcionarios temían represalias si algún día decidían abandonar la Casa y, sobre todo, dejar de participar y llegar a tener una parcela de una divinidad fuese o no verdad. Al resto de adeptos se les acababan los temas de discusión y todo se convertía en una repetición sin sentido.

 

Pasado el tiempo, los funcionarios que regresaron al Gran Templo de Amon se entristecieron de haber ayudado a crear esa sectaria comunidad, y al mismo tiempo se alegraron de haber tomado la decisión de liberarse de esa máquina infernal.

 

“¡Y teníamos por maligno al Gran Sacerdote de Seth!” – rieron finalmente los funcionarios.

 

Ptahemheb tenía lo que buscaba desde niño: reconocimiento y poder, era un hombre importante, pero sólo lo consiguió de sus adeptos y de algunos que en tanto en cuanto se acercaban a él temporalmente por un interés que nadie entendía, nunca del resto de los Grandes Templos, ni de las altas esferas de la sociedad como él esperaba.

 

Con el tiempo, uno de los funcionarios rebeldes regresó al seno de la Casa de Ptah-kheperu; su debilidad creció día a día y necesitaba volver a sentir la magia de las palabras de Ptahemheb.

 

Desde aquél entonces, entre los grandes templos se habla de la grandeza y buen hacer de los artesanos funcionarios del Gran Templo de Amón. Sus obras son conocidas en todo el Alto y Bajo Egipto y han sido recompensados con la confianza de este gran pueblo.

 

La Casa de Ptah-kheperu sigue en pie, las actividades de Ptahemheb continúan, aunque ahora con más sigilo y sin mostrar a cualquiera sus verdaderas intenciones. Mientras tanto, las represalias, los odios, las iras y las manifestaciones de la divinidad de Ptahemheb continúan. Larga será su vida como la de mi señor Ramses, Vida Salud y Fuerza, pero no estable y nunca por siempre y para siempre.                                                        

 

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