DUELO
DE PODER
Por Joanna
Escuder
La
extraña boda se había celebrado bajo el estupor de la mayoría de los
miembros de la corte real, que
continuamente preguntaban de donde había salido aquella especie de
buscona y cómo se lo había montado
para engatusar al Rey hasta conseguir que se casara con ella. Nadie halló
explicación.
Como buena
esposa, aún a disgusto, se dispuso a pasar aquel día a la sombra de Isis
intentando aparentar
tranquilidad. Una parte de su estrategia constaba en no demostrar a
Tutmosis, el segundo con este
nombre, el rechazo que le producía su segunda esposa, de lo contrario,
sólo conseguiría apartarlo de
su lado para volcarlo aún más en los brazos de ella. Debía actuar con
tiento. Así que los primeros días
siguientes a la boda, se limitó a despedirse de su hermano con un breve y
afectuoso saludo antes de
acostarse, evidenciando que por el momento no se interpondría entre
ellos.
Su mayor
ansia era quedar en cinta de nuevo de su hermano y esposo para garantizar
un heredero al trono avalado
por los Dioses. Su primogénita, Neferuré, era una niña hermosa y
encantadora pero desgraciadamente
no podía ser candidata a la sucesión, no gozaba de ese beneplácito.
Ahora, después del enlace de
Tutmosis con Isis, urgía más que nunca. Un hijo de una plebeya,
solamente podía ser un bastardo
y Kemet no podía ser gobernada nunca por un bastardo. Su adorado padre se
lo había ensañado muy bien
desde pequeña, aunque por lo visto aquellas enseñanzas no habían hecho
mella en su estúpido hermano,
bobo e incapaz donde los hubiera. Desde que se viera obligada a casarse
con él para poder convertirse
en la Gran Esposa Real, aún manteniendo con ello su nombre, Hatshepsut, y
así acercarse a la que era su
meta, no había cejado ni un solo día de argüir como alcanzar el mensaje
que su venerado padre
Tutmosis-Aajeperkaré le transmitió procedente de los mismos Dioses.
Tanto como fue
capaz, durante varias semanas contuvo sus emociones hasta límites
insospechados, aunque sin poder
evitarlo había llegado al límite de su resistencia. Empezaba a estar
más que harta de aquellas
empalagosas muestras de cariño que se procesaban el uno al otro, ante la
mirada de todos, sin reparo
alguno. Tenía claro que Isis era una actriz maravillosa, los arrumacos y
constantes piropos con los que
deleitaba a Tutmosis, no eran más que parte de la pericia que utilizaba
en su contra, aquella extraña
y silenciosa batalla que las dos mujeres iniciaron el día en que se
conocieron. Si no conseguía captar
la atención de su hermano y tener relaciones, no podría alcanzar su
objetivo, quizás para entonces
sería demasiado tarde. No podía esperar ni un día más.
Recorrió el
pasillo que le conducía a la soledad de sus aposentos, estaba decidida a
ello, era como si una voz
interior la alentara a hacerlo. Por unos instantes se sintió eufórica,
casi vencedora, la respuesta de
los Dioses le reportaría los beneficios esperados. Su joven doncella, una
sureña de ojos tristes y apagados,
corría tras sus pasos a la espera de nuevas órdenes. Se detuvo para
obligarla a dejarla sola, no
era algo habitual, pero aquel ritual debería realizarlo en la más
estricta intimidad, en conjunción absoluta
con los seres divinos. La servil Amra, se alejó sin mostrar su dorso a la
Reina.
Hathor, su
benefactora, la antigua diosa celestial de la alegría, el amor, la
música y la danza, sería su principal
protectora. Hathor podía ver con el ojo sagrado de su padre y consorte
Re, así era como conocía todo
lo que sucedía en la tierra, los mares y los cielos. Era capaz también
de conocer los pensamientos y
los hechos de la humanidad. Hathor llevaba un escudo que devolvía el
reflejo de las cosas bajo su
verdadera luz. A partir de ese escudo, creó el espejo mágico. Una de las
caras tenía el poder del ojo
de Re, en la otra cara se podía ver el rostro real de quien miraba. Su
madre Ahmés fue quien le
mostró sus poderes. Recordó que le advirtió que debido al peligro que
conllevaba realizar una adivinación
mediante el sagrado espejo de Hathor, debía estar muy segura de lo que
iba a consultar antes de
hacerlo, pues un uso equivocado o generado por un interés particular,
podría convertirse en la condena
de aquel que osara manipular una situación en su beneficio. Hatshepsut se
detuvo por unos instantes al
recordar aquellas palabras, pensó en que ella no tenía intención de
manipular nada y mucho menos en
su propio beneficio, simplemente pretendía que se cumpliera con aquello
que el oráculo divino predijo
en su momento. Ella se elevaría como Hija del Dios y por tanto
ascendería al Trono de Amón,
tal y como su padre, el sabio regente Tutmosis I le prometió. A sabiendas
de que las dificultades se
cernían sobre su persona para tal logro, pensó que el único modo de
continuar la dinastía que su
amado padre inició, sería con un hijo varón de su sangre, de la misma
sangre que había corrido por
el cuerpo de su padre, sangre de los dioses.
Hechas estas
deducciones, concluyó que su intención era sincera, clara y ética.
Conseguiría engendrar un
varón de sus entrañas que gobernara al futuro Egipto con la sabiduría
que sólo un Dios puede tener.
Los recuerdos
afloraron rápidos, no podía olvidar con tristeza la amargura que la
embargó durante su anterior
embarazo del que se estaba todavía recuperando. Pese a los cuidados de su
médico real, aún se sentía
floja y quebradiza. Intuía que su apatía se debía más a los esfuerzos
volcados en la consecución del
sexo de su bebé, que no al propio embarazo, que en definitiva resultó
ser un fracaso.
Se culpó
por no haber procedido correctamente ante los Dioses, descuidando potentes
rituales, con la seguridad de
que no le fallarían. No llegaba a comprender el motivo, pero, le habían
fallado una vez, ahora tenía
claro que no podían volver a fallarle.
Tan pronto
como la concubina de su hermano, la odiosa Isis, hizo aparición en
Palacio, inició lo que sería
la primera estrategia por desarmarla. Instaló un cuidado y refinado altar
en sus estancias. La imagen del
Dios Min presidía la escena. No se olvidó esta vez de la Diosa Tueris,
ni de Hathor, ni tampoco de
Nut. Con sus propias manos, moldeó figurillas de barro con el cinto
sujeto alrededor de las caderas,
destacando unos prominentes pubis triangulares, que facilitaban las
relaciones amorosas y en consecuencia
la concepción. El primer día de luna creciente, tal como el ritual
exigía, colocó a la Diosa Isis,
con cuernos de vaca, símbolo nutricio, un bebe varón en sus brazos,
aquel que representaba a su hijo.
Todos los días al atardecer, procedía personalmente a purificar el altar
con perfume e incienso de rosas,
loto y lirio, trazando círculos imaginarios, de izquierda a derecha, al
tiempo que recitaba las siguientes
palabras ceremoniales:
“Vosotras que
habéis sido madres, Isis, Hathor y Nut madre del cielo, concededme
a mí también esta noche la bendición de un nuevo ser. Un ser que
ejercerá como futuro Rey de
Kemet. Un ser capaz de gobernar, proteger y fortalecer
el país como sólo un Hijo de Dios es capaz de hacerlo”.
Estaba
decidida, ahora, a ir más allá. Cerró la puerta tras ella,
asegurándose de que no sería molestada
hasta entrada la tarde. Se desnudó completamente. Lavó sus manos y pies
con agua fresca recién
traída. Extrajo de su baúl un sencillo vestido de lino blanco, casi
transparente que dejaba entrever
su perfilada figura y sus turgentes senos. Se colocó la peluca ceremonial
y su colgante preferido de
lapislázulis con un apreciable udjat de turquesas central. Sentada en su
tocador, dibujó sendos
círculo con polvo de khol alrededor de ambos ojos, con el fin de aumentar
la clarividencia y protegerse
de cualquier mal. Se dirigió a una habitación anexa al dormitorio, donde
disponía de su templo
particular. Era bellísimo.
Una
inconmensurable figura de Hathor dignamente coronada con el disco solar y
los cuernos de vaca, se
levantaba justo en el centro de la sala, cuyas paredes y techos estaban
perfectamente decorados en su
honor y en el de su padre y consorte el Dios Re. En el atrio central, el
que velaba la Diosa, se hallaba
pleno de polvo de incienso perfumado con cientos de pétalos de rosa.
Colocó la purificadora esencia
en una vasija de alabastro y ayudada por la llama de las velas que nunca
cesaban de quemar en honor a la
Diosa que custodiaba el lugar, encendió el polvo, originándose al
instante unos efluvios sólo dignos
de ser apreciados por una mujer de su rango y procedencia. En el silencio
de la sala, solamente podía
apreciarse el roce de sus nalgas y el sonido que imprimían sus pasos al
caminar. Se postró ante Hathor
explicándole su problema. Ella era mujer, debería entender sus anhelos,
deseos que la conducían a
utilizar su herramienta adivinatoria. Era la primera vez que lo hacía.
Antes de proceder, pidió
perdón y clamó entendimiento. En sus palabras dejó constancia de su
fidelidad al país que la había
visto nacer y en el cual moriría algún día. Kemet merecía lo mejor y
lo mejor se encontraba en lo divino,
ella y sólo ella podría dar un digno sucesor al trono de Amón, porque
ella misma era hija de Dios.
Se enderezó
y se dirigió a la cómoda en la que guardaba la caja de sicómoro que
contenía el mágico espejo de
Hathor. Descubrió la herramienta hecha de plata con un bello mango
simulando la imagen de la
Diosa. Se creyó dispuesta y valiente para iniciar el ritual de
adivinación.
Antes de
proceder, realizó un casi perfecto círculo con piedras de turquesa, la
piedra de poder de Hathor, en
el suelo a su alrededor. Se colocó en el centro y sujetó el espejo con
firmeza, permitiendo que los
últimos rayos de la luz del día incidieran en él. Inclinó el ángulo
del espejo de forma que no se reflejara
su rostro pero se pudieran ver las imágenes que estaba apunto de
descubrir.
Concentró
toda su energía mentalmente en la imagen de la Diosa e hizo la pregunta,
cuya respuesta tanto le había
robado el sueño.
Sin más
dilación, ni compasión por su parte, entró como un torbellino en la
sala de descanso de su hermano
aprovechando la ausencia momentánea de Isis. Se situó a su vera en el
mismo lugar que había estado
ocupando la otra. Acercó sus labios sensuales a su oído para darle un
recado:
- Estimado, hace
demasiado tiempo que no gozamos de intimidad. Estoy ansiosa, - le
acarició dulcemente el
mentón, provocándole unas ligeras cosquillas - creo que me debes algo de
dedicación, ¿no te parece? Yo
soy tu esposa principal ¿Lo habías olvidado, acaso? - recitó con tono
sensual continuando con las
caricias, para atraer toda su atención. Isis, acababa de hacer aparición
en la sala, lo que provocó que
las insinuaciones se volvieran más descaradas, causando ello la iracunda
mirada de la despreciada
recién casada.
- Supongo que
puedes esperar a que acabe con esta exquisitez, me siento hambriento con
tanto desgaste, Isis también
me ha salido ardiente - rió, divertido ante tanta petición de sus
servicios. A más de un hombre
le hubiera gustado ocupar su lugar, pero él era irrefrenable, nunca se
sentía agotado para esos
menesteres, sacaba fuerzas de donde podía, era algo que todos sus amigos
admiraban, pues desde jovencito
había superado al más fanfarrón de ellos, demostrando sobradamente su
hombría.
- Desde luego,
cariño, no pretendía dejarte sin tu comida favorita. Quiero que te
recuperes, sino, no podrías
satisfacerme como sabes. – Balbuceó, socarrona y totalmente
desinhibida.
Re, comenzaba
a desaparecer cuando Tutmosis empezó a sentirse harto de tanta comida.
Hatshepsut, tuvo la paciencia y el
atino de esperar sin protestar hasta que su esposo ordenara.
Desaparecieron
los dos por el flanco de la puerta dejando a la servidumbre atónita ante
aquella imprevista marcha tan
obvia, que no se producía desde hacia incontable semanas. Comentaron,
unos y otros lo extraño que
parecía que los hermanos se prodigaran tanto afecto de repente, pero en
cierto modo les parecía bueno,
mucho mejor que aquella tal Isis, arisca, malhumorada y pretenciosa, que a
cada paso denotaba su ignorancia para
portar tan alto y noble título.
Sin
habérselo buscado, a la jovencísima Isis no le tenían mucha simpatía,
a pesar de que ella, sin demasiada
gracia, intentaba ser una carismática anfitriona. Aún así, era tan
obvia su falta de modales y poca
delicadeza, además de su basto lenguaje, que fue preciso que tomara
clases de dicción, compostura
y protocolo. Para ello su venerado esposo había puesto a su disposición
un profesor que todos los días
después del almuerzo le dedicaba largo tiempo, consiguiendo con bastante
dificultad solventar su escasez
de vocabulario, expresión y educación, motivos por los que se sentía
tan rechazada por el entorno de
Palacio. Según su propio parecer, había mejorado mucho desde su llegada,
pero ese parecer no era compartido por
el resto.
El
acontecimiento de aquella tarde, no alcanzó cotas peligrosas, gracias a
que supo controlar sus impulsos,
como le había enseñado su maestro. Evidentemente, se sintió incómoda
ante la súbita dedicación de
su esposo hacia Hatshepsut, de quien nunca hablaba en términos
matrimoniales, únicamente la
mencionaba para cuestiones de gobierno, ya que Tutmosis permitía a su
esposa principal que se ocupara
de las gestiones con los ministerios y nomos. Tenía depositada total
confianza en ella. Todo aquel
cúmulo de situaciones provocaban que las dos mujeres se vieran la una a
la otra como auténticas
adversarias. Se inició así la más silenciosa y perversa de las
contiendas.
Habían
pasado varias semanas desde que Hatshepsut hubiera retomado la rutina con
Tutmosis. El Rey no por ello
había dejado de dedicarse a su segunda esposa, pero sí había
conseguido, o al menos eso
creía, encontrar el equilibrio para que las dos mujeres estuvieran
agradecidas, incluso creyó que su esposa
principal había comenzado a incluir a Isis en sus jornadas de ocio.
Por su parte,
Hatshepsut seguía tramando con absoluto disimulo. En ningún momento
podría permitir que su firme
propósito la delatara, por lo que debía ser ágil y avispada para no
despertar sospechas. Siguió
enfrascada como solía en su delicada tarea de gobernar aquel hermoso
país que el Faraón había
dejado prácticamente en sus manos. Con precavidas muestras de sinceridad,
introdujo a Isis en su cerrado
círculo de amistades, la hizo partícipe de sus gustos, intereses y
buenos propósitos. La
desafortunada e ignorante compañera, se mostró en todo momento receptiva
y dispuesta a zanjar de una vez
por todas las rencillas que se oponían a mantener una relación cordial
con quien era la Dama más
importante e influyente del país.
No necesitó
repetir el ritual durante la siguiente luna creciente, debido a que en
pocos días supo que estaba
esperando un hijo. Siempre se acusó a si misma por no haber iniciado la
potente ceremonia en el embarazo
anterior muchas semanas antes. Estaba convencida de que no se había
alcanzado el efecto de tan
mágico y eficaz ritual, por haberse producido la concepción demasiado
pronto, es decir, durante los primeros
días de relaciones, sin dar tiempo a los Dioses a escuchar sus plegarias
y a actuar en consecuencia.
Motivo por el que había dado a luz a la que era su primera hija. Era
cierto, que durante los
primeros días posteriores al parto, la decepción y el abandono se
apoderaron de ella, arrastrándola a los
abismos, hundiéndola en las profundidades del inframundo de Osiris. Pero
esta vez iba a ser diferente.
Acarició su vientre entusiasmada.
Se asomó a
la ventana de su estancia, miró a lo lejos, justo por donde Re hacía su
aparición, imperturbable,
todos los días. El cielo tenía un color magnífico, luminiscente, que
auguraba un sofocante calor
para el resto de la jornada. Respiró hondo, llenando sus pulmones hasta
saciarse del aire de su tierra,
el aire de Kemet. Dio las gracias a los Dioses por haberla escuchado. No
tenía nada que temer. Contaba
con el respaldo celestial. Estaba claro, continuaría actuando en su
beneficio y en el de su país,
utilizando la poderosa magia de los Dioses y su sabiduría. Casi lloró,
al imaginar a su hijo en sus
brazos.
Repentinamente
se sintió mareada. Unas súbitas nauseas la obligaron a llamar a su
inseparable Amra. Solicitó la
presencia del médico real en sus habitaciones. Cuando su dulce sirvienta
intentó despejarla
acercándole su perfume favorito, tuvo que erguirse rápidamente para
vomitar sin tiempo a coger un
recipiente. El vómito le proporcionó momentáneamente un poco de mejor
cara. No le hizo falta que
Selkis le certificara su embarazo. Dejó pasar unas horas, hasta sentirse
mejor, deseando ser ella en
persona quién diera la noticia al faraón, se acicaló para estar
radiante y acudió en su busca.
Para variar
lo encontró sometido a las atenciones de sus damiselas, pero
afortunadamente Isis no se encontraba
en la estancia.
- Tutmosis, -
gritó entusiasmada -. Por favor, dejadnos, - ordenó, dirigiéndose a las
bellas y habilidosas mujeres -.
Con tu permiso, por supuesto. Tengo que hablar contigo a solas, querido
hermano -. Dando un vistazo en
derredor, comprobando que todas habían desaparecido, se acercó a él
con visible felicidad en su rostro -.
Selkis me acaba de confirmar que estoy esperando un hijo, - le comunicó,
con una amplia sonrisa en el rostro algo demacrado.
- Hatshepsut, es
magnífico, estoy muy contento por ti. Nunca había pensado que tendría
dos hijos en poco espacio de
tiempo. Será fenomenal.
Aquellas
palabras, atravesaron su cerebro como vainas puntiagudas que casi le
causan la súbita pérdida del
conocimiento. No podía creer lo que acababa de escuchar.
-¿Cómo has
dicho?, ¿dos hijos? - preguntó con el corazón a punto de desbocársele
por lo que presentía que
estaba ocurriendo.
- ¿Es que acaso no
te lo han comunicado ya?. Isis también esta embarazada, ella misma me lo
notificó hace tan sólo unos días, y
por lo que sé, muy avanzada - se explicó, sin darle ninguna importancia
al asunto -. Creí que estabas informada. Tendré que reprender a mi joven
esposa por no haber acudido a
comunicártelo. Tiene que aprender, poco a poco, debes perdonarla,
todavía le queda mucha
escuela. - Besándole en la frente, la despidió para continuar con sus
fútiles ocupaciones.
En la mente
atropellada de la Reina, se estaba generando toda una serie de conjeturas
que deseosa estaba de compartir
con alguien antes que se convirtiesen en auténtico veneno. Se dirigió
como una flecha a su cámara y
lanzándose sobre el lecho, lloró de rabia por no haber sabido retener
suficientemente a su esposo y haberle
expuesto claramente sus pretensiones.
Ya un poco más
serena, pensó en la única persona con capacidad para consolarla. Amra,
recorrió todo palacio para
encontrar al buen Sennemut, que en aquel preciso momento no estaba
disponible para atender a la
Reina, pero ella llevaba órdenes de no regresar ante Su Alteza sin él.
Su querido Sennemut
siempre la había ayudado en todo desde el día en que coincidieron por
vez primera, era su
más fiel servidor y amigo. Con el tiempo habían creado un lazo
indestructible entre ellos, difícil de
calificar y comprender para muchos. Su extraño amor, se confundía a
menudo, pero nunca hubo entre
ellos, hasta el momento otra intención que no fuera la de mutuo apoyo y
consuelo.
Continuaba
Hatshepsut en su habitación esperando que su amigo hiciera entrada, para
por trigésima vez recostarse
sobre su musculoso pecho y lamentarse con su nuevo fracaso. Algo asustado
por las prisas mostradas
por Amra, entró veloz sin tan siquiera pedir permiso.
- ¡Hatshepsut! -
suspiró aliviado al verla intacta sobre su camastro - ¿qué te sucede?,
he tardado un poco, estaba
finalizando los planos de las nuevas columnatas que instalaremos en el
nuevo Templo, en Luxor. Te
gustarán, querida - sentenció, dirigiéndole una sonrisa sincera.
- Ven, por favor.
Olvídate de tus proyectos. Siéntate a mi lado, tengo que saber tu
opinión sobre algo importante -
le advirtió, con un susurro de voz que casi no le salía del cuerpo.
- Soy todo oídos -
musitó con un mohín de preocupación.
Con muestras claras
de su gran disgusto, explicó lo de su embarazo y el de su adversaria,
como ella la veía,
provocando en su amigo una mueca de escepticismo.
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la segunda parte de Duelo de Poder
Autora:
Joanna
Escuder
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