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El corazón de los faraones

Por Carlos Naza

 

Capítulo I

 

 

—¿Veis esa montaña? Es incandescente. Todas las tardes el sol la calienta hasta que toma ese color. Dice la leyenda que en su interior se mantiene vivo el corazón de todos faraones que dominaron esta tierra y hoy, a pesar de que muchos creen que su poder quedó relegado a la historia pasada, yo estoy convencido de que siguen ahí, protegiéndonos de todos los males que azotan el mundo.

 

El asno caminaba cansino. Asentía como si lo dicho por el amo fuera tan cierto que no admitiera réplica. Agarrado al rabo del animal viajaba Yadud, vestía un jubón terroso y unas sandalias cruzadas al tobillo de piel de vacuno, hacía cimbrear una vara de junco y a cada silbido el burro giraba la oreja con interés. Sobre su lomo viajaba Faed, cinco años menor que su hermano a quien adoraba. Ambos niños oían ensimismados todo lo que el padre les transmitía. El adulto, marchaba en primer lugar y parecía contarse la historia de la montaña a sí mismo.

 

Otras muchas veces contemplaron la escena de regreso al poblado, pero nunca el padre repitió la historia. Sus chicos eran listos y había muchas cosas que transmitir antes de que se valieran por ellos mismos.

 

Cuando un padre falta queda su enseñanza y una parte de él vive perpetuamente con los hijos y sus mensajes se transmiten a través de generaciones, sin tregua, sin deslizar  una sola coma para preservar lo más valioso de un pueblo; su cultura.

 

Pasaron los años y Faed, al igual que hizo su padre, cumplió el ritual y transmitió la leyenda a su hijo, éste conocía la historia de la montaña de bronce pero lo que ignoraba era el por qué en la base de la gran roca había unos hombres. Miró por el rabillo del ojo para asegurarse de que no era una quimérica ilusión de los reyes de Egipto y entonces, seguro de lo que iba a decir, preguntó:

 

—Padre, ¿son esos hombres los faraones que han salido porque hace demasiado calor en el interior de la montaña?

 

Faed también había deparado en ellos, pero necesitaba la opinión de su hermano Yadud antes de dar una respuesta a su hijo.

 

Al anochecer, debajo de un manto oscuro punteado de vida, los hombres del poblado deliberarían qué hacer. Ocultaban sus pies bajo las arenas cálidas del desierto, con ese gesto justificaban su pertenencia a la tierra de sus antepasados.

 

Capítulo II

 

 

A ningún habitante del poblado le pasó desapercibida la bruma que envolvió la comarca aquella tarde. Todos, en algún momento de la jornada vespertina detuvieron sus quehaceres para mirar al cielo. No entendieron por qué una neblina acuosa se posó sobre el pueblo, aunque todos los  presagios apuntaban a un mismo hecho. Con la llegada de Faed se concretó la asamblea para esa misma noche.

 

 

Al otro lado de la duna los críos de la aldea celebraron una reunión paralela. La historia de la leyenda de la montaña de bronce era sabida por todos y esa neblina espesa era un mal augurio; el corazón de los faraones se debilitó con la sola presencia de esos hombres a los pies de la roca, eso era irrebatible y concluyente. La radicalidad de la juventud impuso una sentencia rápida y sin concesiones. La conclusión, defendida por el mayor de los muchachos y secundadas por todos, definía una estrategia. Debían proteger a los benefactores de Egipto de cualquier intento que supusiera una violación de la montaña.

 

Los adultos también habían llegado a un acuerdo. Al día siguiente Yadud, como jefe del poblado, capitaneaba una comitiva que tenía como principal misión convencer a los foráneos para que abandonaran el lugar. Su llegada se divisaba desde el altozano por eso fueron flanqueados ante de llegar al campamento por una patrulla militar formada por seis hombres. Los soldados vestían un uniforme color caqui y coronaban sus cabezas con unos cubiletes con rabillos que acababan en borlas llamados fez. Cuando los aldeanos explicaron el motivo de su visita aguardaron hasta que los soldados transmitieron sus noticias a unos hombres de vestimentas extrañas. Durante la espera Yadud observó lo que ocurría. La aglomeración de personas se situaba en la misma base de la roca, como si intentaran horadarla. La respuesta de los militares fue contundente, deslizaron a los nativos abalorios y sal y les convinieron para que regresaran a sus lugares de origen.

 

Yadud y los suyos abandonaron la montaña no porque los presentes le satisficieran, sino porque los militares le doblaban en número, pero ni un solo gesto en su rostro motivó la más mínima sospecha entre los soldados. La caravana abandonó la escena por la misma dirección por la que vino. El mísero trato recibido era un insulto para su pueblo y ese asunto sería debatido en la próxima asamblea nocturna.

 

De regreso al poblado el jefe de la situación miró al cielo. La neblina volvía, como la tarde anterior, a espesar el valle. La montaña perdió su brillo perpetuo. Yadud espoleó su asno. El tiempo de las palabras había acabado. En sus pensamientos invocaba la presencia de su padre, quería que éste le guiara ante tan grave situación y le mostrara el camino a seguir. Yadud era todo confusión.

 

 

 

Capítulo III

 

 

 

Tres grupos se formaron aquella noche en el poblado. Las mujeres, junto con los infantes, hacían un círculo y con una estera en el centro, apañaban un cesto de dátiles a los que le quitaban el rabillo del ramal. Trabajaban en silencio. Ellas sabían que lo que se trataba por los hombres era una decisión importante, la más importante después de la guerra de tribus que asoló la región.

 

Al otro lado de la duna se deslizaban reptando unos mocosos, que como avanzadillas, venían a informar de lo hablado por sus progenitores. Los chicos advirtieron que allí todo era confusión, que hablaban de muertes, de soldados con armas más potentes que las nuestras, de aniquilamiento y diáspora de los aldeanos, en una palabra; la expulsión de sus tierras. Aquello fue todo lo que oyeron, lo suficiente para que el mayor de los muchachos, casi un hombre, tomara el mando de las operaciones.

 

— Hemos visto como la bruma se adueñó de la comarca. Eso sólo tiene un significado, el corazón de los faraones se muere. Todos conocemos la historia. Las enfermedades y la miseria se apoderarán de nuestra tierra. Si nuestros mayores no saben qué hacer, la misión de salvar el corazón de los faraones dependerá de nosotros.

 

Todos fueron conscientes de que ese era el aldabonazo que la situación necesitaba. Alguien que se hiciera cargo, que guiara a los jóvenes a salvar al poblado. En ese instante todos se juraron fidelidad perpetua a una causa justa. Las dudas surgieron cuando el jefe del grupo preguntó:

 

—¿Y quién entrará conmigo para robar el corazón de los faraones?

 

El silencio se adueñó de los muchachos. Todos, de refilón y con el rabillo del ojo, escudriñaban al que tenían al lado. Cualquiera de ellos hubiera levantado la mano, pero en ese instante un pesar les envolvía impidiéndoles actuar por voluntad propia.

 

Yo iré, —dijo el hijo de Faed. Un niño bronceado por el sol y de inmensos ojos negros—. Soy pequeño y  rápido trepando.

 

Los dos primos se abrazaron a pesar de su diferencia de estatura. La actitud deleznable del resto no pasó desapercibida, pero no era momento de reproches. Los chicos ya habían decidido como actuar.

 

El tercer grupo, el de los hombres también había llegado a un consenso. No darían tregua a los extranjeros. Esa misma noche, los emisarios abandonaron el poblado con un mensaje claro para los jefes de otras tribus.

 

 

 

Capítulo IV

 

 

 

Los gritos de los chicos al otro lado de la loma llevó a un equivocado comentario de Yadud.

 

Tenemos que conseguir que nuestros hijos vivan en perpetua felicidad ajenos a nuestros miedos.

 

Ninguno de los dos grupos desvelaba la más mínima idea de la actuación del otro.

 

Al amanecer los primos iniciaron el descenso hacia la montaña de bronce. En el campamento los hombres dormían en el interior de las jaimas. La oscuridad les amparaba. El hueco en la roca estaba hecho, sólo debían coger las teas y adentrarse en la oquedad. Un leve zumbido como el ulular del viento les llegó desde el interior de la montaña, el pequeño Hiar sintió el miedo calarle hasta los huesos pero no daría pie a que su primo se percatara. Tomó aire y miró a su compañero invitándole a penetrar en lo desconocido. Las teas encendidas les daba un mínimo de seguridad y conforme ascendían por un angosto pasillo se aislaban de todo lo que sucedía en el exterior.

 

Y allí, en el exterior, perfilando las crestas de las lomas, un ejercito desigual formado por jinetes sobre caballos, asnos y camellos esperaban una sola voz que les invitara a descender al valle. Pero Yadud era un hombre de paz y antes de poner en peligro una sola vida decidió avanzar en señal  amistosa hasta llegar al perímetro del campamento.

 

Dos hombres, distintos en sus concepciones y sus vestimentas, se miraban fijamente. Entre ellos uno de los del fez en la cabeza hacía de interprete.

 

El europeo insistía que las supercherías iban contra el progreso y que los argumentos del egipcio no tenían consistencia. Yadud por su parte no iba a permitir que la montaña fuese violada. El explorador alegaba un acuerdo con el gobierno que le acreditaba su estancia en ese lugar. Los testimonios cada vez más extremos por ambas partes terminaron por imponer la razón de la única evidencia y esa no era otra que señalar la fila de jinetes que esperaban una señal para el ataque como un argumento definitivo.

 

Nada vale más que decidir entre la vida y la muerte y para un hombre de ciencia el futuro es algo muy próximo. El explorador decidió desmantelar el campamento y esperó una intervención del gobierno que le permitiera trabajar con garantías.

 

Yadud y los suyos bloquearon el hueco abierto en la montaña y regresaron al poblado.

 

Por fin la niebla se había disipado. Las mujeres los recibieron entre palmas y gritos vibrantes.

 

 

Capítulo V

 

 

Hiar y su primo Nidat apenas habían avanzado unos metros encontraron decenas de bujías, algunas sobre estructuras de bronce introducidas por los extranjeros que utilizarían para iluminar el camino de regreso una vez hubieran encontrado el corazón. Aquella maniobra les retrasaba pero sin duda era una buena forma de asegurarse el retorno. A cada cierta distancia encendían una lamparita y cuando esto sucedía ante sus ojos aparecían dibujos en las paredes pertenecientes a otro mundo. Hombres y mujeres con túnicas blancas y con tocados dorados representaban escenas que los muchachos no lograban interpretar. Al terminar el largo pasillo se dieron una tregua y giraron sus cuellos para ver lo caminado y contemplaron, entre sombras, una escena maravillosa, en los laterales del pasillo se representaba la esencia de un pueblo, era un libro abierto que mostraba a los niños cómo vivían los antiguos faraones. Aquello lo descifraron como un buen presagio, los reyes estaban con ellos. Tampoco querían que el corazón cayera en manos de extranjeros.

 

Habían llegado al final de su primer trayecto, ahora debían dilucidar qué camino seguir porque existían tres variantes. Una escalera invitaba a seguir subiendo. Una rampa descendía por el otro lado de la montaña y a la izquierda un bloque de granito impedía el acceso, solo una pequeña abertura permitía la entrada de un cuerpo pequeño.

 

Aquello representaba un dilema para Nidat. Si él fuera un faraón no iba a permitir que su corazón estuviese al alcance de unos ladrones, pero desconocía qué camino tomar. No debía perder tiempo pero tampoco podía fallar en su decisión. Con las manos entrelazadas a la espalda se erraba por el pasillo, a su paso tintineaban las llamas de las lucernas, mientras Hiar lo contemplaba, tenía tanta confianza en su primo que estaba seguro de la decisión que tomara sería la correcta. Nidat se fijó en el dibujo de una mujer de bello rostro que portaba una vasija que tenía dibujada un halcón  igual a los halcones dibujados en la piedra que bloqueaba la entrada a la galería.

 

Nidat había encontrado el lugar donde los faraones guardaban el corazón pero sólo el pequeño Hiar podría llegar hasta él. Una duda eterna se apoderó del muchacho. Debía estar seguro de la decisión y si sería prudente que su primo se deslizara en la perpetua oscuridad de aquella sala.

 

Los reyes están con nosotros, —comenzó diciendo Nidat— pero sólo a uno de los dos nos está permitida la entrada. Ellos consideran que debes ser tu quien penetre en la gruta. ¿Estás convencido de tu decisión?

 

 

 

Capítulo VI

 

 

 

La profecía se había cumplido. Muchas noches se despertaba angustiado por la deleznable desazón de no saber qué significaba aquella pesadilla que le truncaba el sueño. Cuando su primo le formuló la pregunta obtuvo la respuesta; los faraones sólo confiaban en él y éstos le reconocían como uno de los suyos.

 

Se deslizó arrastrándose por la oquedad, antes de desaparecer al otro lado recibió de su primo una buena provisión de bujías con la advertencia de que si le faltase iluminación, se las pidiera. Cuando puso los pies en el polvoriento suelo y encendió la tea creyó que iba a morir. Aquellos monstruos esperaban que diera un paso al frente para caer sobre él. Las estatuas, tres a cada lado, medían más de tres metros cada una y con cabeza abultada custodiaban la habitación del fondo. Allí se vislumbraba cuatro hombres sentados. Incomprensiblemente sobre ellos caía un haz de luz perpetuo. ¿Cómo era posible que la luz del día se proyectara en esa sala oculta en el interior de la montaña?

 

Lo que buscaba estaba allí, pero en su sueño sabía que aquellos seres de piedra no se lo pondrían fácil. Los primeros pasos dubitativos le llevaron hasta el primero de ellos, Hiar con el rabillo del ojo esperaba que se abalanzara sobre él. El primer coloso tenía cuerpo de hombre y cabeza de Halcón, pero el dios Horus le ignoró. Ahora el pequeño miraba a su diestra, la estatua que le observaba tenía la testa de un escarabajo, tampoco el dios Khepri se molestó a su paso. Hiar dejó una bujía entre las dos estatuas y siguió avanzando despacio pero sin detener su caminar. Cada vez más confiado, sus pasos eran seguros y sus ojos puestos en el objetivo final. Los dioses Thot, de cabeza de babuino y Anubis con rostro de chacal tampoco impidieron el caminar del muchacho. Pero a cada paso Hiar se sentía distinto, como si comprendiera lo que las pétreas estatuas le estaban transmitiendo. Las dos últimas efigies representaban a dos mujeres de bellos rostros que le inspiraron tranquilidad. Las diosas Maat y Neth les recordó a su madre, tenían los mismos ojos de bondad. Iluminada la sala, aquellas estatuas parecían de bronce y Hiar se sintió estar en posesión de la verdad absoluta.

 

Pasa pequeño, bienvenido al hogar de los dioses.La estatua que le habló tenía proyectada sobre su cabeza un rayo de luz blanquecina.

 

 

 

Capítulo VII

 

 

 

Yadud acababa de recibir la noticia. Su hijo y su sobrino se encontraban en el interior de la montaña de bronce. La primera interpretación que dio a los hechos fue que los faraones, molestos, se apropiaron de los muchachos como garantía de que el corazón seguiría latiendo en el interior de la roca. Ahora que los extranjeros habían sido expulsados de la región, los reyes dejarían en paz a los muchachos. Pero debían regresar a la base de la roca, ellos habían  taponado la gruta y les sería imposible salir de la montaña. Acompañado con varios de sus mejores hombres, entre ellos Faed, su hermano, retornaron con el material suficiente para forzar las piedras que con tanta devoción habían incrustado en aquella entrada a la gruta.

 

Sabes quien soy, verdad. Te llevo visitando desde siempre. Y te felicito porque has sabido interpretar tu papel a la perfección. Vienes a buscar esto.

 

El dios Amón—Re le deslizó un corazón purpúreo— Pero el peligro ha pasado, de momento permanecerá con nosotros. Transmitirás a tu pueblo que los faraones estamos orgullosos de sus hijos y que nos han demostrado su capacidad para defendernos de los enemigos de Egipto. Cuando un peligro se cierna sobre esta montaña te haremos llegar nuestra inquietud a través de los sueños. Ahora debes marcharte. Tu pueblo vendrá a buscarte. Ve en paz.

 

—Amón, sólo una pregunta. ¿Por qué yo?

 

Nosotros habitamos estas mismas tierras hace miles de años pero nunca nos fuimos, vivimos perpetuamente entre vosotros y os conocemos porque no dejáis de ser nuestros descendientes y tú Hiar, representas nuestra estirpe.

 

Las efigies a su paso le mostraban el respeto que merecía el nuevo faraón. Hiar confundido y sin atreverse a mirarles a la cara, mostraba su agradecimiento.

 

El encuentro entre los primos fue efusivo, como si llevasen tiempo sin verse. Nidat no sabría que decir si a Hiar le hubiese pasado algo en el interior de esa sala, pero sin saber por qué encontró al pequeño distinto.

 

—¿Tienes el corazón?

 

No nos hace falta, los extranjeros se han marchado.

 

Sin tregua, Nidat preguntó: ¿Y cómo lo sabes?

 

Me lo han dicho ellos, los faraonesenfatizó.

 

Recogieron todas las bujías a medida que retrocedían y las dejaron en su lugar. Allí sentados, esperaron que sus progenitores terminaran de retirar las piedras que bloqueaban la salida.

 

Somos los elegidos por ellos para defender esta montaña. Somos sus hijos y será nuestro deber protegerla de los ataques que sistemáticamente recibiremos de los extranjeros ávidos de los tesoros de Egipto. Consagraremos nuestras vidas a esta misión y nos prometeremos bajo juramento que el corazón de los faraones siempre latirá en el interior de la montaña de bronce.

 

Un primer haz de luz se filtró a través de las piedras. Su rayo impactó sobre el rostro del pequeño Hiar.

 

Nidat encontró a su primo extraño, como si supiera todo lo que ocurría a su alrededor.                                             

 

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