DUELO
DE PODER (2ª parte)
Por Joanna
Escuder
- ¡Ya ves! –
suspiró -, por si no tuviera pocas preocupaciones, ahora además tendré
que pasarme todo mi embarazo y
el de esa desgraciada, con la incógnita de conocer el sexo de nuestros
respectivos hijos – casi
gritó, con un grave gesto de dolor que mortificó todo su cuerpo.
Sennemut, no
poseía en ese momento palabras de consuleo para su adorada Reina. Optó,
entonces, por cogerla en sus
brazos para calmarla como supo, haciéndola, así, sentirse más segura.
El suave contacto de su
oscurecida piel por el sol, le produjo una agradable sensación de placer,
que tuvo que reprimir al
instante. Sin mediar palabra, paseó lentamente su firme mano por el brazo
tembloroso de ella durante un
buen rato, hasta que creyó que se había relajado. La recostó en su cama
y salió de la habitación, antes
que su instinto masculino lo traicionara, nunca se lo perdonaría.
Quedó sola,
postrada en su cama. Como un relámpago le volvieron a la mente las
palabras de su hermano, “Nunca
había pensado que tendría dos hijos en poco tiempo”. Que horrible
sonaba aquella afirmación. Si
pudiera provocarle un aborto a Isis lo haría encantada. El odio hacia
aquella mujer surgía con más
fuerza cada día que pasaba. Si los Dioses fuesen piadosos con ella y le
otorgaran la dicha de parir un
precioso varón, se acabaría su sufrimiento, pero... ¿y si no era así?
- meditó, potenciando su
nerviosismo, con el anhelo de tener ya de una vez a su hijo entre los
brazos.
Sus fervientes
deseos de conseguir lo que ansiaba y lo único que daría sentido a su
vida, la condujeron a
continuar usando la magia y el poder de los Dioses, en detrimento de su
adversaria, quien tenía previsto
parir en breve. La muy astuta, según información recibida por medio de
sus confidentes, había ocultado su
embarazo durante cinco meses. Aunque los motivos que dio, solamente fueron
creíbles para los
más ingenuos. Ella supo siempre que obvió la noticia expresamente.
Según le había explicado, Noferet,
una elegante y distinguida Dama de la Corte y gran amiga, Isis había
ocultado su embarazo a todos,
debido a que al tener sospechas de ello, acudió a un mago que le previno
contra unas extrañas fuerzas
contrapuestas a que llegara a buen término su gestación. Aquello había
sido un ardid de Isis, para ganar
tiempo. Pero lo que la muy estúpida no sospechaba, era que ella, la
Reina, sería la única futura madre
del Faraón de Kemet, con la divina ayuda celestial.
Todos los días, al
caer la tarde, se encerró en su Templo dispuesta a utilizar el poder que
los Dioses le habían otorgada
como Hija de Amón. En su poderoso
altar, colocó las figurillas de barro, que ella misma modelaba todos los
días, representando el
cuerpo de Isis embarazada. Su intención no era dañar de muerte a la
mujer ni tampoco a su bebé. Su
intención era, sencillamente conseguir que aquel bebé, fuera niña y en
último caso, aún siendo niño, que
no tuviera capacidad para gobernar el país, pues debía ser su hijo quien
lo hiciera. Por tanto, sus
peticiones eran dobles, algo que resultaba complicado, pues normalmente,
se debían centrar los ruegos en una
cosa concreta. Utilizó el poder de la palabra para certificar verbalmente
y por escrito aquello que pedía.
Resonaron por todas las paredes de la estancia con voz firme, la siguiente
oración:
“Salud a ti, oh
Padre Amón-Re. Salud a vosotras, las siete Hathor, que os adornáis
con franjas de hilo
rojo. Salud a vosotros, Dioses y Señores de los Cielos y de la
Tierra. Yo,
Maatkaré-Hatshepsut que os honra, me dirijo a vosotros siendo esta mi
súplica: Haced que
la Dama Isis, alumbre su bebé sano y lleno de vida. Haced así
mismo, que su bebé
no represente un impedimento para el futuro gobernante del país.
Haced que sea mi
hijo el benefactor de tan digno rango, como descendiente de
nuestro Padre
Supremo, Amón-Re. Que se haga como vosotros los Dioses acordéis.
Yo,
Maatkaré-Hatshepsut pido vuestra bendición”.
Esas mismas
palabras, fueron grabadas en diferentes papiros y tablillas de barro que
dispersó cuidadosamente por
todo palacio, para que fueran escuchadas en todos los rincones sin
excepción.
Solamente Sennemut
era conocedor de las argucias de la Reina. Los malos presagios
perforaban diariamente sus sienes, obligándola a yacer con su pena
consternada en su
camastro, con la única ocupación de rogar a los Dioses y en especial a
Hathor.
Desocupándose
completamente de sus obligaciones ante el gobierno. Tarea que como siempre
el buen Sennemut se
encargó de suplir mientras duró su ausencia. Una imagen olvidada del
pasado cruzaba su mente. Era la
imagen proyectada en el espejo mágico de Hathor. Se negó a sí misma el
recuerdo. Pasó toda la noche dando
vueltas, algo la removía interiormente, ni siquiera Amra, pudo conseguir
su tranquilidad cuando
le dio a beber un infalible brebaje de hierbas.
Sin haber
conciliado el sueño, entorpecida su mente por el cansancio, escuchó a lo
lejos los cánticos de los sacerdotes,
entre el bello sonido se cruzaron unos horribles golpes que provenían del
exterior de su puerta.
Permitió el acceso a tan desafortunado entrometido, con la seguridad de
que iba a recaer en él todo el mal
humor con el que se levantaba aquel día. Para su sorpresa se trataba de
Dyefa, el mensajero real.
Con gesto
dubitativo, sin poder evitar mostrar la inquietud que le provocaba lo que
tenía que comunicarle a Su
Majestad, musitó:
- Majestad, Hija de
Amón, la Dama más venerada de entre todas las mujeres, - comenzó a
hablar no demasiado decidido,
con un leve carraspeo - os traigo un mensaje oficial de nuestro amado
Faraón por el que os hace
saber que su segunda esposa, la Dama Isis, ha dado a luz esta misma
madrugada.
Allí se quedó
petrificada, como la estatua de granito que se alzaba en un lateral del
jardín de palacio con su apuesta
silueta. Por unos instantes se le agolparon multitud de imágenes en su
desvariada mente.
Lentamente,
arrastrando una pierna tras otra para no caer al suelo por el
adormecimiento súbito de sus extremidades
inferiores, tomó asiento y con ansiedad en su rostro pero con deseo de no
exteriorizar en demasía sus
sentimientos, solicitó al mensajero que le notificase al Rey la
enhorabuena.
- Tened la bondad
de felicitar a mi honrado y venerado esposo y a su querida mujer por este
acontecimiento, -
después de una breve pausa para disimular, continuó -: Decidme Dyefa,
noble servidor, el bebé
¿qué ha sido, niño o niña?
Dyefa, obviamente
no sabía como responder a su pregunta sin indignarla, pero no quedaba
más remedio que
hacerlo, sin titubear respondió a su ruego.
- Majestad, tengo
que informarle que el bebé es un niño precioso, - se arrepintió al
momento, por haberle otorgado
libremente ese calificativo, sin tan siquiera conocerle, pero para él
todos los recién nacidos eran
iguales, para no darle importancia a lo mencionado prosiguió -: Le
impondrán el nombre de su padre,
Tutmosis, el tercero con este nombre.
El aire se volvió
tenso de repente y el silencio insoportable para el pobre y atemorizado
sirviente.
- De acuerdo,
puedes retirarte, Dyefa, - susurró.
Lo dijo en un tono
tan bajo que el joven no la escuchó y se quedó allí con la cabeza gacha
esperando que la
Reina le diera permiso para marchar. Por fin, la apenada Dama irguió su
cabeza y se lo encontró ahí
parado, en la misma posición.
- Dyefa, he dicho
que puedes retirarte, ¿es que no me has oído?, - gritó con el semblante
transformado por el
dolor.
- Disculpe
Majestad, sino desea nada más...
Y en la misma
posición en que se encontraba y caminando hacia atrás sin darle la
espalda a la Gran Señora, llegó a
la puerta y salió como un rayo, con la esperanza de que no fueran
requeridos sus servicios hasta que
las cosas no se calmaran. Como temía, la noticia no fue del agrado de la
Reina. No se lo podía
quitar de la cabeza, un niño, y ahora que haría, si su hijo fuese
también un niño..., problema
solucionado, pero y si fuese una niña..., todas sus ilusiones y esfuerzos
se habrían esfumado.
Su sangre, la de su
padre, la de su abuelo no correría más por les venas de un auténtico
faraón. Ahora sólo le quedaba
esperar al día del parto. Acurrucada en su lecho, lloró rogando a los
Dioses para que la ayudaran a
salir de aquel infierno.
Se sintió aliviada
de repente por unos fuertes brazos masculinos que la rodeaban dándole
protección y una suave voz que
con cariñosas palabras le hacían sumergirse en agradables sueños.
Sueños, en los que aparecía un
niño que la miraba ofreciéndole una entrañable sonrisa. Cuando aquellos
fornidos brazos hicieron
ademán de soltarla, volvió a la realidad. Remolona, se deslizó bajo el
lienzo para ofrecerle su rostro
y rogarle que no marchara de su lado:
- Por favor,
Sennemut, no me dejes. Quédate hasta que vuelva a dormirme. Cada vez es
más difícil conseguirlo, pero
contigo es diferente, - le aseguró.
- Como quieras.
Échate a un lado, pasaré la noche aquí, abrazado a ti, si eso te
reconforta el alma, - se ofreció, sin
otra intención que calmar sus temores.
- Gracias, si no
fuera por ti, no sé que sería de mí, eres mi apoyo, mi consuelo, …
Desde el
acontecimiento del nacimiento del pequeño Tutmosis, Hatshepsut
permaneció recluida en sus habitaciones
todo el tiempo, rogando y suplicando a los Dioses todos los días, como si
le fuera la vida en ello,
mientras su bebé crecía en su interior ajeno a todo. No consintió
conocer al hijo de su hermano y de
aquella mujer que tantos quebraderos de cabeza le estaba causando desde
que hizo aparición en
Palacio. Era demasiado doloroso para ella, en un estado tan frágil como
el que sufría.
Noche tras noche,
se despertaba presa del pánico, reclamando la presencia de Sennemut para
cobijarse en sus brazos. Era,
de nuevo el recuerdo de aquellas imágenes, cruzaban por su mente como un
relámpago para
esfumarse en la oscuridad de su memoria.
Hacía unos días
que Selkis le advirtiera de la madurez de la gestación, el momento se
acercaba, era inminente. Le
aterrorizaba culminarlo por temor al fracaso. Sennemut, decidió pasar las
siguientes veladas a su lado,
en espera del acontecimiento. Se despertó varias veces durante aquella
noche al notar la inquietud de su
compañera, su abultado vientre se tornó duro y turgente. Su silencio le
invitó a probar de dormir un
rato. Cabeceaba soñoliento, cuando un grito de dolor le alertó.
- ¿Que te ocurre,
querida?, tranquila, debes tener una pesadilla – sugirió.
- No, es el niño,
es mi hijo, quiere salir. Avisa a Selkis, rápido, - ordenó con una
contracción de dolor que traspasó
su mirada, tornándola borrosa.
Inmediatamente se
personaron sus sirvientas para ayudarla y al poco acudió su médico real.
La noticia de que la
Reina estaba a punto de dar a luz se extendió al momento por todo
palacio. Se formó una gran
expectación. Mientras duró el alumbramiento, los sirvientes de la Casa
Real al unísono y sin excepciones,
rezaron con denotada fe, suplicando a la Diosa Tueris, encargada de velar
los partos, para que todo acabase
bien. Incluso algunos acudieron al Templo de Amón, para rogarle al Dios
que le diera fuerzas.
Después de varias
horas de misterio un grito desgarrador proveniente de las profundidades en
las que había caída
la Reina, hizo tornar a la realidad a todos los expectantes. Pocos minutos
después, Dyefa, a petición
de la comadrona, recibía autorización para informar del nacimiento del
bebé. Acudió, presto a las
estancias reales en busca de Su Majestad el Faraón Tutmosis II, un
hormigueo de personas se acercaron a las
inmediaciones para ser testigos del mensaje:
- Venerado Señor,
vengo a informarle que La Señora del Dios, La Gran Hija de Amón, la más
venerada de las
mujeres..., acaba de dar a luz. Ha sido una hermosa niña. Se escuchó una
exclamación general, seguida de
un murmullo lleno de expresiones de lástima y de lamento.
En sus
habitaciones, la madre, aún trastornada por el dolor, no tenía fuerzas
para llorar, ni tan siquiera para
emitir un leve quejido, ni una sencilla protesta. Se había engañado a
sí misma todo el tiempo. El espejo
mágico de Hathor es infalible. La imagen de su pequeña había cruzado el
cristal por varias veces, quiso
negárselo a sí misma, lo que supuso un grave error. Con su corazón
lleno de resentimiento ni
tan sólo se dignó a coger a su pequeña en brazos, no quiso conocerla,
de hecho ya había visto su
cara, esa carita de niña que aparecía todas las noches en sus
pesadillas.
A la pequeña
Princesa le impusieron el nombre de Merytré-Hatshepset, porque los Dioses
así lo quisieron.
Autora:
Joanna
Escuder
17 de
marzo de 2006
Publicado
el 15 de junio de 2006
|