Los rayos del sol caen a pleno sobre nosotros mientras
Mohamed, nuestro guía local, conduce a toda velocidad su
viejo descapotable negro, levantando una espesa
polvareda.
-
Este es un buen día para hacer un gran descubrimiento
-dije eufórico.
-
¿No crees que es temprano para estar tan entusiasmado?
-respondió despectivamente Lord Harri mientras intentaba
sacudir el polvo que se acumulaba sobre su chaleco.
Lord Harri Winston, era el último de su corta familia.
Con unos cincuenta años, bajo y un tanto obeso, había
gastado gran parte de su incalculable fortuna en buscar
tesoros ocultos por todo el mundo para llenar las
vitrinas de su mansión con ellos.
-
Según el telegrama del profesor Stiward la tumba tiene
los sellos intactos, lo que demuestra…
-
Sí, ya sé muchachito -interrumpió con displicencia
mientras intentaba prender su pipa-. Que no haya sido
saqueada, no quiere decir que nos encontremos ante una
tumba real llena de tesoros. Eso sí que me interesaría
–continúo diciendo el codicioso inglés mientras secaba
con su pañuelo el sudor de su frente y grueso cuello.
Por supuesto que mi nombre no es “muchachito”, como
solía llamar el inglés a todos sus empleados, sino
Isidoro Herrera, profesor de historia recién recibido.
Fascinado por el antiguo Egipto desde niño, podía leer
sin problema escritura demótica y jeroglífica. Es por
ello que cuando Lord Harri me propuso venir a esta
expedición no dudé en aceptar, a pesar del aire de
superioridad y el desprecio que éste sentía hacia todos
los que no eran de la nobleza.
Mohamed que hablaba perfecto inglés, había nacido en un
suburbio de El Cairo, pero había vivido muchos años en
Granada y en Sevilla donde aprendió el castellano, para
finalmente volver a Egipto a radicarse definitivamente
en la ciudad de Ihnasya el-Medina de donde eran sus
antepasados. De unos treinta años, se distinguía por su
figura. A diferencia de la mayoría de los árabes,
Mohamed no tenía la cara redondeada sino todo lo
contrario, de más de dos metros de altura, y con piel
bronceada por el candente sol, parecía un antiguo
príncipe egipcio salido de su palacio, a pesar de la
ropa que acostumbraba vestir. Muy callado nos observaba
de tanto en tanto por el espejo retrovisor con mirada
inquisidora.
El coche se bamboleaba de un lado a otro debido al mal
estado del camino que difícilmente se diferenciaba del
resto del desierto.
-
Muchachito, pregúntale al árabe si falta mucho para
llegar -dijo malhumorado el inglés-. Porque mi cintura
me está matando.
-
No se preocupe mi Lord -respondió Mohamed en inglés,
señalando a lo lejos unas pequeñas colinas-. Ya hemos
llegado.
Mohamed estacionó el auto al costado de una pequeña
tienda de la cual salió un hombre de unos setenta años,
que vestía un arrugado traje, que alguna vez fuera
blanco, un pequeño moño negro y un sombrero de ala
ancha.
El profesor Stiward al vernos, se acomodó sus pequeños
lentes redondos y exclamó:
-
¡Bienvenido Lord Harri!, han llegado justo para tomar el
té.
-
Buenos días profesor. Dejémonos de rodeos. ¿Qué es lo
que ha encontrado que me ha hecho venir de Londres con
tanta prisa?
-
Vengan, vengan, les mostraré -contestó el profesor,
mientras se dirigía con grandes pasos hacia un montículo
ayudado con su bastón.
Luego de caminar unos trescientos metros, ascendimos
unos cuantos más para ver la zanja que los trabajadores
habían cavado, en cuyo fondo se observaban cinco
escalones que culminaban en una antigua puerta de piedra
con los sellos intactos.
-
Como le dije en mi telegrama, Lord Harri -dijo
entusiasmado el profesor- dejé los sellos intactos para
que usted mismo los rompa.
-
Es lo mínimo que puede hacer después de la fortuna que
estoy gastando en esta expedición.
-
Como puede ver –continúo diciendo- el nombre del sello
ha sido borrado…
-
Dejémonos de retórica académica y veamos que hay en este
agujero -maldijo Lord Harri, mientras con un pico rompía
el sello puesto por los sacerdotes hacían varios
milenios.
Dos trabajadores abrieron trabajosamente la puerta tras
de la cual para nuestra sorpresa había una pequeña
escalera de diez peldaños que nos llevó a una habitación
de no más de tres metros de lado por otros tantos de
alto.
En la tumba se encontraba una pequeña mesa con un par de
ushebis y cuatro vasos canopos con, seguramente las
vísceras del difunto; al lado de ésta una silla de
madera decorada, un ánfora con grano, y algunas tinajas
con ungüentos. Al fondo de la habitación se encontraba
el sarcófago, que aunque bellamente decorado,
notablemente dañado.
El rostro del difunto en el ataúd había sido destruido
al igual que cada uno de los cartuchos en donde
figuraban los nombres del ocupante.
-
Pero ¿qué es este agujero? -gritó encolerizado Lord
Harri mientras acercaba su lámpara a las paredes de la
modesta tumba.
-
Aquí no hay riquezas ni nada que se le parezca, ni
siquiera se tomaron la molestia de hacer esos dibujitos
que hacían los egipcios en las paredes.
-
Calma mi Lord -intenté apaciguar al encolerizado
mecenas-. Tal vez en el sarcófago esté la respuesta.
-
No creo que haya mucho en ese sarcófago pero vamos a
abrirlo.
El profesor abrió la tapa de madera y acercó su lámpara
al interior del sarcófago, dentro del cual se encontraba
una momia adornada solamente por un collar de flores de
loto.
-
¡Qué tierno! -dijo burlonamente arrancando el vetusto
collar-. Por lo menos la adornaron con florcitas. ¡No me
sirve nada de lo que hay en esta tumba! Si quieren,
pueden quedarse con estas baratijas. Tal vez puedan
obtener algunos peniques en El Cairo.
El inglés salió de la tumba seguido por el profesor
quien trataba de convencerlo de que de seguro habría
alguna tumba cerca de ésta que estaría repleta de
tesoros; mientras yo me quedé solo frente a aquel
sarcófago con la tapa abierta.
La lámpara de Lord Harri había quedado sobre la mesa
iluminando tenuemente la tumba. Me agaché, tomé las
flores del collar y las volví a poner sobre la momia.
Fue cuando, vi el rostro del difunto. Una tristeza
indescriptible se apoderó de mi cuerpo. A pesar de haber
visto decenas de momias en las salas de los museos de
Europa, ésta en especial parecía mirarme tristemente,
como queriendo pedir algo.
-
¿Subes chiquillo, o te vas a quedar a dormir con el
muerto? -gritó desde afuera de la tumba Lord Harri.
Cerré respetuosamente el sarcófago y me dirigí a la
salida. Fue entonces cuando una ráfaga de viento me
estremeció.
Para cuando salí de la tumba, el disco solar comenzaba a
teñir de rojo el desierto mientras una pálida luna llena
asomaba sobre las colinas.
-
No voy a continuar financiando esta expedición –dijo
acalorado Lord Harri al profesor.
-
Pero mi Lord, es un sarcófago de la XVIII dinastía. La
misma dinastía que Tutankhamón.
-
Que sea de la dinastía que quiera. Por lo que vi en esa
tumba ese muerto no debe ser ni siquiera el que le
limpiaba el baño a Tutankhamón.
-
No se deje engañar por las apariencias Lord Harri
-interrumpí.
-
Vaya, vaya, ahora el chiquillo juega al erudito. ¿Por
qué crees que me estoy engañando? ¿Qué ves en esa tumba
aparte de polvo y trastos viejos?
-
Un misterio la envuelve. Alguien se tomó muchas
molestias en construirla en la actual frontera con
Libia, borrar meticulosamente todos los cartuchos y
destruir el rostro del sarcófago.
-
¡Por favor! -dijo el inglés molesto por mi comentario-.
Si quieres misterios lee a Sherlock Holmes. Aquí no hay
nada más que hacer. Me voy.
-
¡Lord Harri! –dijo suplicante el profesor.
-
Nada, nada profesor, ahí sobre la mesa le dejé dinero
para despachar a los obreros, mientras que a usted le he
dejado un cheque con la suma convenida. Cuando lo
necesite le aviso -expresó, dirigiéndose al coche en
donde esperaba Mohamed.
-
¡Vamos muchachito! ¿Vienes ya?
-
¡No!, me quedaré esta noche para ayudar al profesor con
los obreros.
-
Como quieras, mañana te enviaré a Mohamed para que los
busque.
Diciendo esto indicó a Mohamed que se dirija a El Cairo.
-
¡Cuidado con Anubis, que hay luna llena! -gritó riendo
Lord Harri- mientras el automóvil se alejaba.
-
¡Qué ignorante! -dije indignado-. ¡Cree que Anubis es el
hombre lobo!
-
Puede que sea ignorante pero es el que tiene el dinero y
sin dinero no hay excavación -respondió tristemente el
profesor entrando en la tienda.
No tardó mucho tiempo para que el manto negro de la
noche tachonado de centellantes estrellas se apoderara
del desierto. La luna esplendorosa iluminaba todo a
nuestro alrededor, mientras unos pequeños roedores del
desierto hurtaban algunos restos de comida que habían
quedado cerca de la hoguera.
El profesor Stiward, que ya había despachado a los
trabajadores, examinaba minuciosamente la silla que
hasta hace unas horas se encontrara en la tumba,
mientras yo lo miraba fascinado.
-
Es extraño, sumamente extraño -murmuraba mientras
trataba de adivinar el nombre del poseedor de la silla.
Finalmente rompí el silencio sacando de su
ensimismamiento al profesor:
-
¿Usted cree que se trate de algún sirviente castigado?
-
No lo creo Don Isidoro. Esta silla no es de un
sirviente. Mire los bellos trazos que tienen los
grabados. Definitivamente de la XVIII dinastía.
-
¿Por qué cree que lo hayan enterrado tan lejos de Sakara?
-
No lo sé, pero de seguro el que lo hizo quería que esta
mujer desapareciera y que su ba vague eternamente.
-
¿Es una mujer? -pregunté asombrado.
-
Sí. Según estos grabados deduzco que es una mujer de la
nobleza. Pero como dijo Lord Harri: aquí ya no queda
nada que hacer, salvo catalogar y embalar todo para que
dentro de unos meses los funcionarios del museo de El
Cairo vengan a buscar las piezas, a no ser que algún
saqueador se adelante.
-
Deberíamos quedarnos hasta que vengan por las piezas
–respondí, mientras el profesor estiraba su tullido
cuerpo.
-
Que mas da -dijo el profesor-. Nadie querrá una vieja
silla y un sarcófago dañado. Muchas veces pienso si yo,
o personas como usted o Lord Harri, no somos más que
ladrones de tumbas con licencia.
-
¡Profesor me ofende!, nosotros trabajamos para que la
humanidad conozca cada vez más el pasado.
-
¿Tú crees eso? -preguntó el profesor con una burlona
pero triste mueca mientras se introducía a la tienda y
se recostaba en su catre.
Ya la luna se encontraba en su punto más alto. Las
llamas de la hoguera parecían jugar con las chispas que
surgían de los troncos encendidos.
Estaba a punto de dormir cuando sentí que alguien me
observaba. Medio adormilado logré distinguir una figura
humana que se deslizaba entre las sombras, mientras que
el fino aullido de un chacal me terminó de despertar.
-
¿Quién anda ahí? -pregunté enérgicamente mientras me
incorporaba.
Sólo un intenso aullido me contestó. ¿Acaso Anubis venía
a castigarnos por irrumpir en aquella tumba? Fue la
primera idea que me vino a la mente, idea que por
supuesto deseché. ¿Cómo un universitario como yo podría
creer en dioses y maldiciones?
Tomé mi chaqueta, mi revólver y seguí a aquella persona,
que de seguro sería algún ladrón, hasta cerca de la
entrada de la tumba.
Miré a mi alrededor y no vi a nadie. Encendí mi lámpara
para entrar en la tumba al tiempo que sentí que una mano
tocaba mi hombro. Giré tan rápido que tropecé y rodé por
los peldaños de la tumba, no sin antes ver el rostro de
una mujer.
Cuando desperté la joven me estaba poniendo un paño
húmedo sobre la frente. El sol, que ya estaba en su
cenit iluminaba parcialmente la tumba. Un fuerte dolor
de cabeza y cuerpo me recordaban que había tropezado y
rodado por los quince escalones de la tumba.
-
¿Por qué quieres saquear la tumba?
-
No soy ladrón -dije incorporándome. Soy profesor de
historia, contratado por Lord Harri Winston para esta
expedición. Pregúntale al profesor Stiward que se halla
en el campamento.
Toda esta presentación y alarde de mis estudios la dije
en forma automática sin reparar en la muchacha.
-
No sé de qué me habla, no conozco a esas personas.
Sígueme -dijo dirigiéndose a la salida de la tumba.
La mujer era bellísima. De unos veinte y tres años,
vestía una finísima túnica blanca ceñida a la cintura
por un lazo, acentuando su curvilínea figura. La negra
cabellera caía a plomo sobre sus hombros, mientras que
una blanca flor de loto lo adornaba. Un brazalete dorado
y sandalias de cuero completaban el ajuar.
Al salir de la tumba el fuerte sol del mediodía lastimó
mis ojos haciendo que los entrecierre. Cuando se
acostumbraron a la luz, miré hacia donde debería estar
el campamento del profesor Stiward, y no lo hallé,
estaba sólo el interminable y calcinante desierto del
cual surgían inmensas dunas.
-
¡Me han dejado! ¡El profesor me habrá creído muerto y me
dejó aquí en el medio de la nada! ¡Es tu culpa! -grité a
la joven.
-
No entiendo por qué está enojado, yo debería estarlo ya
que caíste en la tumba porque querías saquearla.
-
Insisto en decir que no soy un ladrón de tumbas, no
intento despojar a tu pueblo de su historia sólo quiero
que ésta sea conocida por todas las personas del mundo.
-
No entiendo lo que me dice -volvió a repetir-. ¿Acaso no
es suficiente para ustedes el dejarme “IU”? ¿Ahora
quieren despojarme de lo poco que tengo?
Al momento que la mujer pronunció el término “IU”, que
significa estar sin barca, condenado a la desgracia de
vagar por la eternidad, un escalofrío se apoderó de mi
cuerpo ya que sin darme cuenta estaba hablando en
egipcio antiguo.
¿Cómo es posible que la mujer y yo hablemos egipcio
antiguo si nadie lo ha hablado por siglos?
-
¿Có… cómo te llamas? -balbuceé.
La mujer me miró y comenzó a llorar amargamente
diciendo:
-
No lo sé… Ustedes borraron mi rostro.
Aturdido por sus palabras y por el golpe que aún zumbaba
en mi cabeza no quise dar crédito a lo que oía. ¿Acaso
la bella mujer que estaba frente a mí era la dueña de
aquella tumba perdida?
-
Esto no puede ser. ¡Es imposible! –dije en mis adentros.
¿Cómo puede ser que un muerto me hable? Y en especial un
muerto tan bello.
Decidí hacer caso omiso a lo acontecido, convenciéndome,
que era una mala jugada que mi mente me estaba haciendo
a consecuencia del golpe en la cabeza.
-
¿En dónde vives? ¿Acaso eres de Al Bawiti o de Al Härah?
-pregunté mencionando dos pueblos cercanos.
-
Yo vivo por aquí, no conozco los pueblos que menciona
-respondió entre sollozos.
-
¿Vives sola? ¿Tienes familia?.
-
Sólo ellos dos me ayudan en mis quehaceres -dijo
señalando a dos hombres que hasta el momento no había
visto.
Robustos y de piel bronceada vestían sendos shentis, que
consistían en una larga faja enrollada en las caderas
sujetada con un lazo que remataba en un nudo, sandalias
de papiro y pelucas que cubrían sus cabezas
perfectamente rapadas.
Sorprendido por la vestimenta de los hombres y su
repentina aparición, continué diciendo:
-
¿Cuál es su nombre caballeros?
-
El nombre de ellos no importa sólo son mis acompañantes,
los que me ayudan en mis quehaceres.
-
Está bien, dejémoslo así entonces -dije contrariado.
-
¿Podrían ayudarme a llegar a algún poblado cercano en
donde pueda conseguir un telégrafo para enviarle un
mensaje a Lord Harri? -continué diciendo.
-
No sé a qué llama telégrafo pero lo llevaré a Henen-Nesut,
en donde puede conseguir un mensajero.
Por supuesto que la mujer o estaba desquiciada y se
creía en el antiguo Egipto, o me quería hacer una broma,
ya que la ciudad de Henen-Nesut, durante el período
helénico pasó a llamarse Heracleopolis, para llamarse en
la actualidad Ihnasya el-Medina, que era donde vivía
Mohamed. Decidí seguirle el juego y acepté acompañarla a
Henen-Nesut, como ella insistía en nombrar a Ihnasya
el-Medina.
Luego que los dos hombres cerraron la tumba. Bajamos por
el montículo donde para sorpresa mía, nos esperaban dos
antiguos carros con ruedas de ocho rayos, tirados por
magníficos corceles negros.
La mujer subió a uno de los carros y tomando las riendas
me dijo:
-
¡Ven, sube! o ¿piensas viajar a pie?
El carro era evidente que pertenecía a la XVIII
dinastía, dada la cantidad de rayos, y tanto la mujer
como así sus dos acompañantes, podrían bien estar
vestidos a la usanza de esa época.
Subí al carro al tiempo que las ruedas comenzaron a
levantar una densa polvareda como lo hiciera el
automóvil de Mohamed la noche pasada.
Mi larga instrucción me hacía negar la mínima
posibilidad que esto no fuera más que una broma. La
situación comenzaba a inquietarme. Si lo que me estaba
sucediendo era una broma de Lord Harri y el profesor
Stiward, ésta había llegado muy lejos.
Mientras el carro avanzaba velozmente seguido por el de
los dos hombres yo me detuve a observar a la mujer. Sus
rasgos no eran los de una plebeya, bien podría ser una
sacerdotisa de algún templo o una princesa. Por otro
lado las mujeres no conducían carros y mucho menos de la
manera que lo hacía ésta.
Este es un error que ha cometido Lord Harri -pensé por
lo que volví a hablar:
-
¿De quién has aprendido a conducir tan hábilmente?
-
De mi madre -respondió sin sacar la vista del camino. -
Mi madre solía pasear largas horas e incluso llegó a
competir en las carreras de carros en la ciudad…
La mujer enmudeció sin terminar la frase al tiempo que
gruesas lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas.
-
¿Qué te ocurre? -pregunté al ver que las lágrimas
aumentaban y el silencio se prolongaba.
-
No recuerdo el nombre de la ciudad en donde vivía con mi
familia -contestó intentando secarse las lágrimas con la
amplia manga de su túnica.
Bien conocidas son en gran parte de Europa, las
excentricidades de Lord Harri; aunque ésta era de seguro
la más descabellada. El llegar a contratar actores para
hacerme creer que estoy en el antiguo Egipto, es algo
increíble, aunque más aún lo es el conocimiento que la
joven tenía del período histórico en el que vivió el
mismísimo Tutankhamón.
Cuando el sol comenzó a descender, la mujer indicó con
un ademán a los hombres que se adelanten y dirijan a un
oasis cercano.
Para cuando llegamos la hoguera estaba encendida y sobre
una esterilla de papiros un racimo de deliciosos
dátiles.
-
Pasaremos aquí la noche. Mañana saldremos temprano para
llegar por la tarde a Henen-Nesut, donde podrás enviar a
un mensajero al que tú llamas Lord Harri.
Luego de comer dátiles hasta saciarme el sueño me
dominó. Para cuando desperté la luna llena se encontraba
en la mitad de su largo recorrido nocturno iluminando
todo el oasis. Una fresca brisa hacía que las grandes
palmeras datileras se mecieran y derramaran en el aire
el olor del dulce néctar de sus frutos maduros.
Un chapoteo en el agua de la laguna que se encontraba en
el medio del oasis me hizo salir de mis pensamientos. Me
incorporé y vi entre las hojas de las palmeras a la
muchacha, que desnuda se estaba bañando en las calmas
aguas iluminadas de un color plateado por la enorme
luna.
La visión que se me presentaba podría haber encendido
los deseos más bajos de cualquier hombre, sin embargo me
enterneció, ya que la mujer a pesar de su edad parecía
jugar como una niña indefensa con el reflejo de la luna,
semejándose a una pequeña flor de loto meciéndose en su
largo tallo. Como si sólo mi presencia en ese lugar
fuera un sacrilegio mortal, volví a recostarme en la
blanca y blanda arena para volver a caer en un profundo
sueño.
Antes que el astro rey ilumine el desierto con sus
primeros rayos, la joven me despertó tocándome el hombro
suavemente.
-
Dime extranjero. ¿Cuál es su nombre?
-
Isidoro. Isidoro Herrera.
-
Mmm, comprendo, ¿eres adorador de la diosa Isis?
-replicó mientras me ofrecía un tazón con leche de
cabra.
-
¡No! -contesté con una sonrisa por su ocurrencia-. Yo
adoro al único dios verdadero.
La mujer se sobresaltó al escuchar estas palabras y
respondió con un susurro apenas audible.
-
¿Entonces eres seguidor del dios Atón?
La respuesta de la mujer me tomó por sorpresa. Cuando me
disponía a responderle uno de los hombres gritó:
-
¡Un león!
En realidad no era un león sino tres leonas que
posiblemente hacía rato nos estaban observando. Una de
ellas, que parecía ser la líder tensó todos sus músculos
y saltó sobre la mujer, mientras que las otras se
quedaron a distancia prudencial. Instintivamente llevé
mi mano al bolsillo interno de mi chaqueta en donde
tenía el revólver, pero ya no estaba. Con la velocidad
de un rayo tomé una de las ramas de la hoguera que
todavía permanecía encendida, y la clavé en la garganta
del animal que con un rugido cayó muerto sobre la mujer.
Las otras dos leonas al ver sucumbir a su líder huyeron
despavoridas mientras los hombres lanzaban flechas sobre
ellas.
-
¡Gracias!, eres muy valiente.
-
No es nada, cualquier caballero hubiera dado su vida por
una mujer tan bella -dije galantemente- es una lástima
que no recuerdes tu nombre.
-
Mira -continué diciendo luego de contemplar el bello
rostro de la joven por unos instantes- tú no recuerdas
tu nombre, pues yo te daré uno ¿Quieres?
La mujer sonrió turbada y respondió:
-
¿Por qué harías eso?
-
Porque tú conoces mi nombre y yo debo llamarte de algún
modo así que te llamaré Seshen, que quiere decir “la del
Loto”.
-
Seshen. Me gusta ese nombre. Puedes llamarme de ese
modo.
Minutos después partimos con rumbo a Ihnasya el-Medina.
El viaje transcurrió sin sobresaltos, en el camino no
divisamos ninguna ciudad salvo algunos villorrios que
vimos de lejos. Como era de esperar, a medida que nos
acercábamos al Nilo el suelo se hacía cada vez menos
árido. El amarillo de la fina arena daba paso a la
tierra negra y la verde vegetación.
Habían transcurrido unas ocho horas según mis cálculos,
cuando Seshen señaló con su mano hacia la izquierda
diciendo:
-
¡Henen-Nesut!
Sin prestar atención a sus palabras, desvié la mirada
hacia donde me indicaba, y al hacerlo quedé petrificado
La ciudad que se levantaba ante mí no era la misma en la
que hace tres días habíamos contratado a Mohamed.
Delante sin duda se levantaba Henen-Nesut, capital del
XX Nomo y capital del bajo Egipto durante las IX y X
dinastías.
No sé qué sucedió ni por qué, pero definitivamente
estaba en el antiguo Egipto, o dicho con mayor propiedad
en Kemet, país de la tierra negra. Las edificaciones
modernas habían desaparecido dando lugar a las típicas
casas construidas de barro cocido al sol, material muy
abundante a lo largo del gran río dador de vida, el Nilo.
Una extensa muralla de un kilómetro y medio cuadrado
circunvalaba a la pintoresca ciudad compuesta de
centenares de pequeñas casas de una y dos plantas unidas
por un enjambre de pequeñas callejuelas. Decenas de
carretas seguidas de multitud de hombres y mujeres
entraban y salían por la entrada de la ciudad.
Mi corazón latía como el de un niño al que le han
regalado el juguete más esperado.
Yo Isidoro Herrera, profesor de historia antigua, me
encontraba en la misma historia antigua. Todo lo que
había leído en miles de libros, había cobrado vida. A
mi derecha una mujer con el torso desnudo, tomaba una
cesta de pan que el panadero acababa de sacar del horno,
mientras otra, al igual que una estatuilla que vi en el
museo del Cairo, amasaba de cuclillas la masa. A mi
izquierda un barbero rasuraba hábilmente la cabeza de un
hombre mientras que delante de mí una mujer regañaba a
su hijo que acababa de hacer una diablura.
-
Isidoro -interrumpió mi ensueño Seshen-. Hemos llegado.
-
En aquel lugar -continuó diciendo señalando un pequeño
destacamento militar- podrás conseguir un mensajero.
Cómo explicarle a la egipcia que solamente Dios podría
ser el único mensajero ya que no era sólo la distancia
lo que me separaba de El Cairo, sino el tiempo.
-
¿Qué te ocurre Isidoro?, pareces aturdido. ¿No enviarás
al mensajero?
-
No Seshen…, no lo enviaré -dije mientras me sentaba en
un taburete que se encontraba delante de una modesta
posada.
Mientras todo esto pasaba no me percaté que del mismo
modo en que yo miraba atónito todo a mi alrededor, los
habitantes de la ciudad habían hecho un círculo
rodeándome y observando sorprendidos los pantalones,
camisa, chaqueta y sobre todo los zapatos, era el blanco
de todos los ojos de aquellos curiosos habitantes; y con
razón, ya que tardarían varios milenios en volverse a
ver por estos lugares alguien así vestido.
De entre la multitud surgió un sacerdote que abriéndose
paso se puso frente a mí y sonriendo me dijo:
-
Bienvenido extranjero, te esperábamos.
-
El Sacerdote, de delgado y fino rostro, medía
aproximadamente un metro sesenta centímetros de altura.
Sin mucho preámbulo me indicó que lo acompañáramos al
templo de Herishef en donde era sacerdote.
Mis años de estudio daban su fruto. El templo al que
hacía referencia era el levantado en esa ciudad durante
la XII Dinastía y consagrado a este dios, aunque fue
ampliado durante la XVIII y posteriormente por Ramsés II.
Los hombres de Seshen llevaron los carros y los caballos
a un establo mientras la egipcia y yo seguimos al
sacerdote por las intrincadas y desordenadas callejuelas
de tierra. A pocas cuadras del lugar se levantaba el
templo, tal cual me lo imaginaba. Con sus altas columnas
rematadas por capiteles lotiformes y sus blancas paredes
delicadamente adornadas con escenas relacionadas al dios
Herishef, primitivo dios de la fertilidad y la justicia
que ostentaba el título de “el del falo potente”.
El sacerdote se acercó a la gran puerta de madera de
cedro del Líbano y la golpeó tres veces.
Poco a poco la puerta se fue abriendo dejando ver la
majestuosidad del gran patio, en el centro del cual, se
encontraba un lago artificial donde resplandecía a los
rayos solares la estatua del dios Herishef, cuyo nombre
precisamente significa “el que está en su lago”.
De unos dos metros y medio, la estatua de oro macizo
representaba a un hombre con cabeza de carnero, cuernos
ondulados y corona atef con disco solar.
El sacerdote indicó a Seshen que espere en el patio
mientras me guiaba a uno de los recintos del templo en
donde se encontraba otro sacerdote postrado y orando
ante una estatua de oro similar a la que habíamos visto
en el patio pero esta vez iluminada por un complejo
juego de espejos que reflejaban la luz del sol.
El segundo sacerdote al escuchar nuestros pasos
pronunció las siguientes palabras:
-
Alabado sea Herishef “el justo”, que has traído de
tierras remotas a este extranjero que se encargará de
deshacer una gran injusticia.
El sacerdote se levantó y dio vuelta hacia nosotros. Un
escalofrió volvió a recorrer mi cuerpo cuando observé
detenidamente el rostro del sacerdote.
-
¡Mohamed! -dije en voz alta, ya que aquel sacerdote
aunque con una fina túnica de blanquísimo algodón, era
el fiel retrato de nuestro guía.
-
Me confundes extranjero, no soy quien piensas. Yo soy
Irsw, sacerdote de Herishef.
-
Ven, siéntate a mi lado -dijo indicando uno de los
escalones que llevaban a la estatua del dios.
-
Sé que tienes dudas y preguntas, las que se irán
aclarando a su debido tiempo. Los dioses te han traído a
mi tierra para que ayudes a la que tú llamas Seshen a
recuperar la memoria para que así pueda continuar el
gran destino que se le ha asignado.
-
Sigo sin entender. Yo creo que están queriendo que me
vuelva loco. ¿Qué hago aquí?, ¿cómo llegué?
-
Debes dejar de lado tus prejuicios -respondió Irsw. -
Deja de lado lo que tú llamas racionalidad. Los dioses
están por encima de ello. Tú misión es devolver lo que
se le ha robado a la que llamas Seshen.
-
No comprendo ¿A quién le importaría dejar amnésica a una
mujer tan bella?
-
A los dioses no se les cuestiona, sólo se les obedece
-respondió tajantemente. - Si te han traído a estas
tierras es porque han considerado que puedes limpiar la
afrenta realizada.
-
¿Cómo podré volver a mi época?
El sacerdote sonrió y dijo:
-
Ellos te han traído, ellos te devolverán cuando
consideren tu misión concluida.
Diciendo esto se levantó y se acercó a un baúl, de cual
sacó una túnica de algodón prolijamente doblada, un par
de sandalias de cuero, una peluca y una pequeña bolsa
que contenía cuarenta piezas de oro.
-
Ponte esto. Puedes recorrer la ciudad si te place,
mañana con el alba saldrán con rumbo a Uaset. Sólo te
advierto algo, te enfrentarás a personas poderosas, casi
como los dioses. Es por ello que debes ser flexible como
el papiro y dejar que te conduzcan como pluma al viento.
Ahora puedes retirarte.
-
Antes que me retire quiero hacerle una pregunta. ¿Quién
es el faraón actualmente?
El sacerdote me miró fijamente y respondió:
-
Ay. El Faraón es Ay.
La respuesta de Irsw me dio exactamente mi ubicación en
el tiempo. Estaba en la XVIII Dinastía, bajo el reinado
de su controvertido anteúltimo faraón.
Un par de guardias del templo me escoltaron a mi
habitación en donde me esperaba un barbero que
hábilmente con sus pequeñas y afiladas cuchillas de
bronce procedió a afeitarme la cabeza. Una vez terminada
la tarea se alejó para dejar pasar a un sirviente nubio
que me trajo exquisitos manjares, entre los que se
encontraban un ánfora con delicioso vino rojo, diversos
tipos de aves y dátiles.
Luego de mi opípara comida, me despojé de mis modernas
vestiduras para cambiarlas por las que en definitiva
eran las apropiadas para aquel clima sofocante.
Me recosté en la cama y comencé a divagar con los
nombres de famosos personajes que podrían estar a la
vuelta de la esquina, entre los que podía mencionar al
patriótico Generalísimo de todos los ejércitos Horemheb,
al General Paramessu y por supuesto el mismísimo Ay. El
sueño de todo historiador se me había cumplido. Esta vez
no leía la historia en un mullido sillón en mi sala,
sino que, vivía en la misma historia.
Por otro lado, las palabras de Irsw retumbaban en mi
cabeza una y otra vez:
-
“Los dioses te han traído a mi tierra para que ayudes a
la que tú llamas Seshen”.
¿Cómo podría yo ayudar a recordar el nombre a la pobre
Seshen? Yo soy historiador, no psicólogo. ¿Qué estoy
haciendo en el antiguo Kemet? ¿Acaso me estoy volviendo
loco? Mi racionalidad de erudito se negaba a sucumbir a
la irracionalidad de una tierra dominada por la magia y
los dioses.
Todo un remolino de imágenes entrelazadas con conceptos
y cuestionamientos me arrastró a un profundo sueño
acompañado de los aromas de una delicada flor de loto
que el pícaro Nefertúm, dios de los perfumes y
ungüentos, dispersaba con embriagante despilfarro por
todo el templo.
No sé cuanto tiempo dormí, pero cuando desperté el aroma
que me circundaba había cambiado. La penetrante mirra
que encendida al mediodía en el templo, había dado paso
al seductor Kyphi. Los penetrantes aromas de la reciña,
la brea, la mirra, el palo rosa y otros tantos
ingredientes se fundían con la dulce fragancia de la
miel y el vino en un aroma único descrito por Plutarco
en su Iside et Osiride, en el que detalló cada uno de
sus dieciséis componentes.
Una lejana oración pronunciada por un centenar de
sacerdotes llegaba en monótona letanía a mis oídos.
Salí de la habitación y comencé a deambular por las
recientemente colocadas losas de alabastro del piso del
templo.
Una escalera de amplios escalones me condujo a una de
las terrazas del templo, desde la cual podía divisar
toda la ciudad, mientras una tenue brisa movía casi
imperceptiblemente los pliegues de mi fina túnica.
Maravillado observaba desde aquella altura los bellos
jardines del templo y de las casas vecinas, repletos de
una multitud de plantas y flores aromáticas silvestres y
exóticas.
No en vano los egipcios se sentían orgullosos de sus
ordenados jardines plasmados en infinidad de pinturas
que había visto en las polvorientas vitrinas de los
museos de Europa. Palmeras datileras, palmeras dum,
higueras, viñas, granados, sauces, tamarindos, acacias y
sauces poblaban los jardines en donde las familias se
reunían a disfrutar de aquella refrescante brisa y el
admirable ocaso que la naturaleza obsequiaba.
-
Mi padre tenía los jardines más bellos de Kemet
-interrumpió mi embelesamiento Seshen.
-
¿En verdad? -pregunté dando pie a que la egipcia hablara
de su pasado.
-
¡Sí!, recuerdo que cuando era pequeña jugaba con mis
hermanas entre las flores del jardín hasta hartarnos. En
ese momento venía mi padre, me subía a sus hombros y me
ayudaba a juntar los más dulces higos que llevaba a mi
madre para que los comiera.
-
¿Recuerdas el nombre de tu padre o de tu madre?
-
Por más que me esfuerzo no puedo recordar ni sus nombres
ni sus rostros, sólo imágenes dispersas vienen a mi
mente atormentándome –dijo mientras observaba pensativa
al astro rey que, lentamente, iba desapareciendo en el
horizonte.
A la mañana siguiente nos dirigimos en nuestros carros,
a las puertas de la ciudad con destino a la rivera del
Nilo para luego embarcar, como lo indicó Irsw, hacia
Uaset.
Uaset, capital espiritual de Kemet, era conocida por mí
y por mis contemporáneos con el nombre de Tebas. En esta
ciudad se levantaban los descomunales templos de Karnak
y Luxor, donde cada año se realizaba la ceremonia, del
encuentro de Amón con Mut, conocida como festival de
Opet.
A medida que nos acercábamos al río dador de vida, el
suelo comenzaba a hacerse más húmedo, dificultándonos
nuestro avance por los ya fangosos caminos. No pasó más
de media hora cuando delante nuestro apareció prodigioso
en todo su esplendor, El Nilo.
Altos muros de papiro ladeaban al serpenteante río
salpicado de pequeñas embarcaciones con velas
triangulares y cubierto en gran parte por islas
flotantes de camalotes, entre los cuales, casi
imperceptible flotaba un gran cocodrilo, sobre el cual
descansaban unas pequeñas avecillas.
A la derecha del improvisado atracadero, una mujer
recogía agua mientras otras tres lavaban la ropa entre
los florecidos lotos. A unos pocos metros de la costa,
un grupo de pescadores en canoas de junco, lanzaba sus
redes recogiéndolas al poco tiempo, rebosantes de peces
que luchaban por su vida. Desde una embarcación de
madera con vela cuadrada, que avanzaba velozmente contra
la corriente levantando un suave oleaje, un marinero
saludaba agitando sus brazos a un grupo de niños que,
entre los papiros, juntaban ranas.
Descendimos y nos acercamos a un barquero que descansaba
sentado sobre unos bloques de piedra que fueran
desembarcados y olvidados hace tiempo.
-
Quisiéramos ir a Uaset -dije en perfecto egipcio
antiguo, sorprendiéndome a mí mismo.
-
Todos quieren ir a Uaset en esta época del año. Te
costará cuatro piezas de oro por persona.
-
¿Nos quieres estafar? ¿Acaso quieres terminar tus días
en el estómago de Sobek? -reaccionó enérgicamente Seshen
señalando al gran cocodrilo que velozmente se sumergía
en las aguas.
La egipcia miraba fija y desafiante al barquero en una
actitud que sólo podría tomar un faraón, lo que me
sorprendió, como así también al barquero quien quedó
paralizado para luego sumisamente decir:
-
Disculpe mi señora, sólo les cobraré una moneda a los
cuatro.
Sin decir más, subimos a la pequeña embarcación de vela
triangular que rápidamente dirigió su proa a Uaset.
A medida que avanzábamos, cientos de embarcaciones de
diversos tamaños comenzaron a sumarse en un extraño
peregrinar que asemejaba a un embotellamiento de
automóviles en una ciudad moderna.
-
Dime barquero, ¿por qué hay tantas barcas?
El navegante me miró como si hubiera dicho la peor de
las estupideces y burlonamente me contestó:
-
¿Acaso no sabes que estamos en el mes Paophi, en la
estación de Ajet? ¿Tal vez creías que este año el
banquete hermoso de Opet sería sólo para ti y tus
amigos?
Tras escuchar estas palabras caí sentado en una de las
improvisadas bancas que se encontraban en la popa de la
embarcación. No podía creerlo, estaría participando de
una de las festividades religiosas más importantes del
antiguo Egipto, el festival Opet.
Cada año para el segundo mes de la estación de la
inundación, los egipcios desde los más distantes puntos
de este extenso país convergían en Uaset. En esta
ciudad, colindando al templo de Luxor es en donde según
los antiguos escritos se encontraba el montículo
original de la creación que surgió de las aguas
primigenias. Es precisamente sobre este montículo que se
habían construido varios cuartos aislados denominados
Opet, en los cuales el faraón, al igual que lo hacía
Amón con Mut, se unía a la reina para perpetuar su
reinado.
La navegación era calma y apacible. Garzas rosadas,
ibis, cigüeñas, patos y un sinnúmero de otras aves
surcaban el cielo entre las embarcaciones, durante todo
nuestro viaje.
-
¿Qué es aquello que se ve allá? ¿Acaso es una ciudad?
-pregunté señalando a babor.
-
¡Es la ciudad maldita! Me extraña que no la conozcas
-contestó en tono despectivo el barquero.
-
Es que nunca viajé a Uaset por río -contesté tratando de
disimular.
La que el barquero llamaba la ciudad maldita era la
magnífica Ajet-Atón, denominada actualmente Tell el
Amarna, capital de Egipto durante el reinado de Akenatón
y que tras ser abandonada luego del tercer año del
reinado de Tutankhamón fue repudiada al igual que todo
lo que se relacionaba al faraón hereje.
Mientras el rojo disco solar se ponía tiñendo los
blancos muros de la abandonada ciudad, Seshen, reclinada
sobre el barandal de proa, miraba con tristeza como se
acercaba Ajet–Atón.
-
Te veo triste Seshen -dije acercándome a la mujer.
-
Sí, Isidoro… no sé por qué la tristeza me embarga al ver
esas ruinas, a la vez que innumerables imágenes
atormentan mi mente.
-
¿Es qué conoces esa ciudad?
-
Tal vez…
-
¿Quieres que desembarquemos y echemos un vistazo?
-
¿Está perturbado? ¿Es que Apep se ha apoderado de su
cuerpo? Yo no desembarcaré en ese lugar -interrumpió el
barquero que había escuchado la conversación-. Sólo los
demonios y la enfermedad habitan en ese lugar.
-
Te doy diez piezas de oro si desembarcas y nos aguardas
un par de horas.
Los codiciosos ojos del barquero brillaron al ver las
piezas de oro sobre la palma de mi mano.
-
Los esperaré a bordo, pero si no vuelven antes de que el
sol se ponga totalmente me marcharé.
La embarcación atracó en lo que fuera el puerto real.
Más allá del pórtico de cuatro columnas unidas por un
techo que daban la bienvenida al antiguo palacio real,
una garza devoraba sobre las podridas y crujientes
tablas una reciente presa. Junto con Seshen y sus dos
silenciosos acompañantes, rodeamos el palacio y llegamos
a una amplia calle que se dirigía al norte.
-
Recuerdo este lugar –dijo de repente señalando la que
fuera la carretera real que unía el palacio con la
ciudad del Norte-. Una gran fiesta ocurrió aquí.
Recuerdo la calle cubierta de flores de lotos mientras
los carros de los guerreros avanzaban arrastrando a
prisioneros sirios y el botín de guerra capturado. La
multitud gritaba alborotada arrojando flores a los
victoriosos generales en sus carros de guerra seguidos
por sus soldados que portaban estandartes multicolores.
-
¿Tus padres estaban contigo? -pregunté.
-
Sólo recuerdo la fiesta -respondió abstraída.
¿Sería la hija de algún alto funcionario del palacio de
Ajet–Atón? Me preguntaba una y otra vez mientras
recorría junto con la joven las calles de aquella ciudad
fantasma de la cual sólo quedan en mi época unos cuantos
talats dispersos entre restos de las columnas. A pesar
de estar la ciudad abandonada, podía apreciar las
desgastadas pero bellas pinturas que adornaban las
columnas y paredes de los palacios y templos.
Como guiada por una fuerza invisible Seshen avanzaba por
las desoladas callejuelas hasta llegar al que creo que
era el pequeño templo de Atón, ante el cual quedó
paralizada. Luego de unos instantes de silenciosa
contemplación ingresamos al templo en donde las
coloridas columnas macizas nos daban la bienvenida con
todo su esplendor, pese al evidente paso del vandalismo
religioso. Todas las imágenes de Akenatón estaban
borradas por los toscos golpes de los fríos cinceles de
bronce. Los últimos rayos del sol que entraban por el
techo abierto, iluminaban las grandes estatuas del
faraón hereje maltratadas por las insensibles masas de
madera blandidas por algún fanático sacerdote de Amón.
Seshen, miraba cada rincón, cada columna, cada estatua,
como queriendo que alguna de ellas la liberara del
tormento que sobre ella pesaba.
-
¿Quién soy? –gritó, llorando desconsoladamente y
arrodillándose ante una de las estatuas que parecía
mirarla tiernamente-. Por la gracia de Atón, les suplico
que me digan por qué no puedo recordar quien soy.
La escena era sobrecogedora. Una fresca ráfaga de aire
hizo que se me erizara la piel al momento que tuve la
sensación que alguien me decía:
-
Llévate a la que tú llamas Seshen de aquí. Este viejo
templo no es más su lugar.
Miré a mí alrededor y no vi nada más que a los dos
silenciosos acompañantes de la mujer a unos pasos de
ella y a unos chacales que se disputaban una presa cerca
de uno de los pilares reservados en otro tiempo para las
ofrendas. Me acerqué a la mujer y tocándola en el hombro
le dije:
-
No llores más Seshen. Te prometo que no descansaré hasta
que descubras quién eres.
-
¡Gracias Isidoro! Sé que los dioses te recompensarán a
su tiempo.
-
No busco recompensa alguna.
-
Lo sé. Es por ello que estoy segura que lo harán.
Regresamos al antiguo puerto real descubriendo que
nuestra barca se había ido.
-
¡Maldito barquero! Nunca debí confiar en alguien que
cambia de rumbo por unas cuantas piezas de oro.
-
Los dioses no dejan nada al azar -dijo dulcemente Seshen-.
Tal vez haya alguna respuesta a mis preguntas entre
estos viejos muros.
Decidimos dejar atrás el puerto y caminar por una
antigua calle que nos condujo a un grupo de edificios
que identifiqué como depósitos en donde decidimos pasar
la noche.
Los dos egipcios rompieron las cadenas que mantenían
cerradas dos puertas de maderas que rechinaron al
abrirse mostrándonos un patio dividido en dos secciones
por un muro con una puerta. En la primera división se
encontraban cinco silos y en la segunda nueve silos más.
-
¡Así que es aquí que Akenatón guardaba su grano! -dije
en voz alta.
-
No pronuncies ese nombre, extranjero. Está prohibido en
este país -respondió Seshen con tristeza.
A la izquierda de la entrada se encontraban lo que
supuse serían los edificios en donde los escribas
guardaban los registros ya que todavía en las paredes se
encontraban infinidad de estantes con papiros
enrollados. Desenrollé uno de aquellos papiros y comencé
a descifrarlo poco a poco sin percatarme que los
acompañantes de Seshen, comenzaron a hacer una hoguera
con ellos.
-
¿Qué hacen? ¿No ven que son papiros auténticos? -grité
tratando de impedir que quemaran aquellas reliquias.
-
No sé por qué te alteras –dijo Seshen pausadamente. -
Son simples viejos papiros de registros de granos. A
nadie les sirven ya para nada.
La mujer tenía razón. Aquellos polvorientos papiros
valdrían una muy buena suma de dinero si se los
subastara en Londres o en los Estados Unidos, pero aquí
y ahora no tenían más valor que un periódico del año pasado.
Las llamas de la hoguera iluminaban el rostro de Seshen
que pensativa masticaba un muslo de pato que nuestros
acompañantes cazaron para nosotros. A pesar de que en
varias ocasiones intenté entablar conversación durante
la comida, la mujer respondía con un lacónico sí o no.
Esa noche pasé en vela observando las estrellas y
velando el sueño de mi misteriosa dama.
Cuando los primeros rayos del sol comenzaron a despuntar
emprendimos la marcha y nos internamos en lo que alguna
vez fuera el barrio sur, siempre bordeando la orilla del
río. De pronto, justo antes de que el río se bifurque en
dos, apareció detrás de nosotros una gran nave de vela
cuadrada bordada con hilos de oro. Ocho remeros vestidos
sólo con un shenti hacían que la nave acelere su paso a
través de las calmas aguas. Sin duda era la nave halcón;
la nave insignia en donde sólo viajaba el faraón y los
altos dignatarios. Apoyado en la barandilla de proa se
encontraba un hombre no muy robusto que vestía un shenti
al cual estaba sujeta una especie de cimitarra pequeña
inspirada en el harpé asiático llamada por los egipcios
jepesh. El hombre que nos estaba observando desde hacía
unos instantes al ver el rostro de Seshen quedó como
petrificado al igual que ella, que antes de desmayarse,
balbuceó un nombre:
-
Horemheb.
Me agaché para tratar de incorporarla pero nuestros
acompañantes me lo impidieron llevándola ellos mismos
bajo la sombra de una solitaria palmera datilera.
La actitud de los dos hombres no me sorprendió ya que
hacía tiempo que descubrí una extraña devoción y
sumisión hacia la mujer. Todo lo que ella necesitaba,
sin que se lo pidiera, ellos lo hacían.
Desde mi posición de cuclillas, vi alejarse a la
majestuosa nave halcón, con aquel hombre que ya en la
popa nos observaba visiblemente alterado y aterrado al
mismo tiempo.
Si aquel guerrero era el general de todos los ejércitos
y futuro faraón Horemheb, ¿por qué le alteraba nuestra
presencia en aquellas ruinas? ¿Será tal vez el mismo
motivo que lo llevará dentro de unos años a destruir la
mayoría de las construcciones de esta ciudad y utilizar
sus talats como cimientos de otras nuevas?
Cuando la nave se perdió de vista me dirigí junto a
Seshen que ya se había recuperado.
-
Debemos huir antes que los soldados vengan -dijo
tomándome fuertemente de los brazos y clavándome sus
uñas.
-
Cálmate, por favor. ¿Tú conoces a ese hombre? ¿Te ha
hecho daño?
-
Él obedece órdenes del faraón. Debemos huir -insistió
antes de volver a desmayarse.
Uno de nuestros acompañantes levantó en sus fuertes
brazos a la egipcia mientras que el otro me indicó con
señas que lo siga.
Nos internamos en lo que fuera la antigua tierra de
cultivo de Ajet-Atón, con dirección al sur, alejándonos
un poco de la costa.
No tardamos mucho en llegar a una construcción que
parecía un pequeño palacio amurallado pero que
rápidamente identifiqué como Maru Atón. El templo
panorámico, tal como lo había leído en el informe de
1907 año en que fue descubierto, estaba formado por dos
recintos grandes amurallados donde se encontraban unos
lagos rodeados de abundante vegetación que de seguro en
otra época fuera un cuidado jardín, donde todavía
subsistían alguna que otra flor que resistía al descuido
y abandono.
Un poco mas alejados unos pabellones y un grupo de
santuarios entre los cuales se destacaban unas
plataformas ubicadas en una isla rodeada de un foso poco
profundo, cubiertas por una estructura que soportaba
antiguos toldos de los cuales sólo quedaban jirones de
tela desteñidos por el sol y la intemperie; depósitos y
despachos completaban el complejo bellamente adornado
con delicados grabados.
Seshen fue cuidadosamente colocada en una cama que se
encontraba en una de las habitaciones.
A pesar de que todo el complejo edilicio evidenciaba un
largo abandono la sección en donde me encontraba no lo
parecía. Una cama, una silla, y algunos artículos
femeninos como un espejo, una peluca, peinetas y un
conjunto de tinajas con ungüentos perfumados, dispersos
sobre una bella mesa tallada, daban muestras de que el
lugar fue utilizado por una mujer no hacia mucho tiempo.
¿Sería este lugar donde vivía Seshen?
Poco tiempo después la mujer despertó y me preguntó:
-
¿Qué pasó? ¿Qué hago aquí? ¿Dónde estoy?
-
¿No recuerdas al hombre del navío?
-
¿Qué navío? Sólo recuerdo que íbamos caminando y me
desmayé.
-
Está bien, no te preocupes. Hoy descansaremos aquí,
mañana veremos como conseguir un transporte a Uaset.
Seshen se quedó recostada en aquella cama mientras yo
comencé a recorrer aquel abandonado sitio religioso. No
costaba mucho imaginar a la familia real recorriendo
estas losas, alabando al Gran Atón, en un paisaje
idílico de jardines llenos de verdor y de agua.
En mi deambular por el lugar descubrí un pequeño almacén
donde se encontraban varias ánforas llenas de vino y
restos de sacos de grano echados a perder. Al hacer este
hallazgo decidí probar aquel vino tan apreciado en la
antigüedad, por lo que comencé a buscar un recipiente
donde verterlo. No tardé mucho en encontrar un cáliz de
marfil que tenía grabado un cartucho con el nombre de
Ankhesenamón. Limpié con mi túnica el polvoriento cáliz
y vertí el rojo y añejo vino.
Mientras lo paladeaba, comencé a observar el ánfora sin
prestar mucha atención hasta que mis ojos se posaron en
el sello. “Primer año del reinado de Ay Kheperkheperure”.
Esta inscripción me llevó a preguntarme: ¿Qué hacía un
ánfora de vino con el sello de Ay en Ajet-Atón? Y más
aún. ¿Por qué el cáliz del que estaba bebiendo tenía el
cartucho de Ankhesenamón, y no de Ankhesenpatón, como
debería ser? Estas preguntas y otras más se sumaban al
gran rompecabezas del misterio de Seshen.
Al día siguiente, volvimos a dirigir nuestros pasos al
sur. Con el sol sobre nuestras cabezas cruzamos el
límite de la ciudad de Atón señalizado por una estela
que el mismo Akenatón había mandado colocar para el
efecto.
Aproximadamente para las seis o siete de la tarde, según
mis cálculos, tras la fatigosa caminata por el árido y
pedregoso paisaje, divisamos a lo lejos una pequeña
aldea de pescadores. Para cuando llegamos a ésta los
habitantes comenzaban a retirarse a sus hogares luego de
una larga jornada. A nadie parecía importar nuestra
presencia. Comenzamos a recorrer aquel pintoresco
pueblito, hasta que encontramos una pequeña vivienda de
paredes de adobe y techo de paja que ostentaba sobre su
puerta un cartel con la leyenda “El ánfora del Faraón”.
Entramos en aquella taberna y lo que me llamó la
atención fue un gran ánfora con bellos dibujos estilo
armánico, donde no faltaba la imagen de Akenatón con el
rostro borrado.
-
¿Qué desean servirse? -preguntó una voluptuosa mujer que
traía en sus manos dos jarras de espumante cerveza.
-
Quisiéramos saber si alguien nos puede llevar a Uaset.
-
¡Nementhot! -gritó la mujer. - Aquí tienes cuatro
clientes que quieren viajar a Uaset.
Nementhot era uno de los parroquianos que se encontraba
en el fondo de la taberna. De cara redonda y rodeado de
una veintena de jarras de cerveza, trató de levantarse
de la vieja silla pero trastabilló y volvió a sentarse
abruptamente haciéndola rechinar por su peso.
-
¡Vengan amigos!… vengan a compartir la cerveza de
Nementhot el mejor… barquero de la zona -dijo haciendo
un gran esfuerzo para hablar coherentemente dado su
estado.
-
¿Nos puedes llevar a Uaset? –pregunté, sentándome a su
lado mientras Seshen y nuestros acompañantes aguardaron
en la entrada.
-
Pero claro… amigo. Nementhot es el… mejor… barquero. Mi
padre…-continuó diciendo acercándose a mi oído y bajando
el tono- fue el que comandaba… la nave halcón de ése que
no se puede nombrar.
Al decir esto, bebió un gran trago de cerveza vaciando
la jarra y la colocó ruidosamente sobre la mesa.
-
Hoy pueden quedarse a dormir en mi casa y mañana los
llevaré a Uaset por tan sólo dos jarras de cerveza.
Acepté el trato haciendo un ademán con mi mano a la
mujer quien llenó hasta el borde las dos jarras.
-
Nubet -dijo el barquero. – Lleva a este viajero… y a sus
acompañantes a mi… residencia. Mañana… saldremos
temprano para Uaset.
La mujer pidió que la sigamos y nos condujo a una
vivienda atrás de la taberna.
Encendí una antorcha que se encontraba en la pared
continua a la entrada y quedé maravillado. La habitación
si bien era pequeña estaba lujosamente amoblada: sillas,
mesas, copas de alabastro e incluso una bella cama que
en otra época seguramente ocuparía el dormitorio de
algún dignatario de Ajet-Atón.
Seshen se acostó en la cama mientras yo lo hice sobre
una esterilla en el suelo. Como si fueran dos estatuas
de piedra, nuestros acompañantes se quedaron montando
guardia en la salida.
Antes que los rayos de sol iluminen el cuarto, la puerta
se abrió y apareció Nementhot diciendo:
-
¡Que Ra ilumine sus rostros y les de larga vida
viajeros! Espero que mi humilde morada haya sido
confortable.
-
Muchas gracias barquero -respondió Seshen.
Nementhot, al escuchar a la mujer la observó y luego de
unos instantes murmuró:
-
¡Es imposible! Mis ojos me están engañando.
-
¿A qué te refieres? -dije al escucharlo.
-
No es nada noble viajero, creí ver a alguien que conocí
en mi infancia pero es imposible ella murió.
-
¿Algún viejo amor? –traté de sonsacar.
-
No me hagas caso, estos viejos ojos muchas veces ya me
han engañado. Es hora de partir, Uaset nos espera,
llegaremos justo para cuando empiecen las festividades
de Opet.
Nos disponíamos a salir de aquella vivienda cuando Nubet,
la mesera, entró visiblemente agitada junto con cuatro
fornidos hombres, diciendo:
-
No sé lo que hayan hecho viajeros, pero deben irse de
este pueblo de inmediato.
-
¿Qué ocurre mujer? -preguntó Nementhot.
-
Un navío con veinte soldados dirigidos por el general
Nahtmin ha atracado en el puerto y están preguntando
casa por casa por cuatro viajeros con sus descripciones.
-
¿Ustedes están en algún problema? ¿Por qué el ejército
los busca?
-
¡Nosotros no hemos hecho nada! -respondió Seshen.
-
Pues no importa si han hecho algo o no, tendremos que
entregarlos al ejército, no quiero que los chacales del
desierto se alimenten con nuestros cuerpos.
Los cuatro hombres que vinieron con la mesera se
disponían a sujetarnos cuando Nementhot dijo:
-
¡No los entregaremos! Yo prometí llevarlos a Uaset y a
Uaset irán.
-
No tenemos por qué arriesgarnos por estos desconocidos,
recuerda lo que le pasó a tu padre -protestó Nubet.
-
Es por mi padre que los ayudaré.
-
Si el ejército los busca, es porque Ay lo ha ordenado
-volvió a protestar la mujer.
-
¿Es acaso poco ese motivo para ayudarlos? -respondió
enérgicamente con el seño fruncido el barquero.
Rápidamente Nementhot nos pidió que lo acompañáramos al
sótano de la casa. Una vez en éste nos pidió que le
ayudemos a sacar las bolsas de grano que se hallaban
apiladas contra una de las paredes, donde poco a poco
surgió una pequeña puerta tras la cual se hallaba un
túnel por donde sólo se podía acceder de a uno y de
cuclillas. Nementhot entregándome una antorcha dijo:
-
Sigan el túnel, los llevará al Nilo a las afueras del
pueblo. Espérenme en la salida, yo los pasaré a buscar
en un par de horas.
Acerqué la antorcha al túnel y vi como la llama flameaba
debido a una ráfaga de aire que provenía del interior
del mismo, señal que había una salida.
Cuando el último de nosotros descendió a aquel angosto
pasadizo la pequeña puerta se cerró y comenzamos a
escuchar como las bolsas comenzaban a apilarse
nuevamente sobre ella.
Como lo había indicado Nementhot, luego de recorrer el
angosto camino desmoronado parcialmente en alguno de sus
tramos, lo que nos obligaba a abrirnos paso cavando con
nuestras manos, rápidamente llegamos a la salida que se
encontraba oculta entre los papiros de la orilla del
Nilo. Dos horas después llegó sonriente, con su pequeña
barca.
-
No sé quienes son -dijo extendiéndole la mano a Seshen
para que suba a la barca. - Pero sí son la causa de que
el faraón se moleste en enviar un pequeño ejército a los
límites de la ciudad maldita, motivo suficiente para que
yo los ayude. Pídanme lo que quieran que gustoso se los
daré.
-
Parece que no le tienes mucha estima al faraón -dije en
tono burlón.
-
El pueblito que acabamos de dejar se creó con los
últimos habitantes que pudieron huir de la ciudad
maldita.
-
Eso explica el mobiliario de tu casa –interrumpí.
-
Tienes razón viajero. Mi padre, que había sido el
navegante de la nave halcón, como otros tantos trajo
todo lo que pudo mientras la peste mataba a los últimos
habitantes que se rehusaron salir de la ciudad. Así es
como se creó este pueblito que de a poco iba resurgiendo
de las cenizas de Ajet-Atón, hasta que hace un par de
años cuando el bien amado Tutankhamón fue llamado
misteriosamente al reino de Osiris, la desgracia volvió
a caer sobre nosotros.
Como es de conocimiento de todos, Ay se casó con la
reina Ankhesenamón para así acceder a las coronas blanca
y roja. Una vez que fue coronado, y habiendo obtenido
todo lo que siempre ambicionó, el poder absoluto,
comenzó a humillar a la pobre reina que continuaba
llorando a su joven esposo Tutankhamón.
Como dije –continuó diciendo- mi padre al ser el
navegante de la nave halcón, en la época del faraón
hereje, conocía desde pequeña a Ankhesenamón. Hace un
par de años, un nefasto día, mi padre y yo, fuimos
contratados para llevar mercaderías a Uaset, cuando
estábamos bajando de la barca el último saco de grano,
mi padre vio oculta entre unas ánforas a una mujer. Cuál
fue su sorpresa, que al acercarse reconoció a la reina,
que andrajosa le suplicó que la llevara lejos de Kemet.
Sin dudarlo, la ocultamos y emprendimos viaje con rumbo
a Men-Nefer para desde ahí contratar un Kebenit
para cruzar el gran verde.
Una vez en Men-Nefer mi padre me pidió que contacte con
Hiram, un comerciante amigo, para llevar a Tiro el
singular cargamento. Para la tarde Hiram nos esperaba
presto para zarpar, pero fue entonces cuando el general
Horemheb con veinte hombres entraron de sorpresa en la
hostería donde estaba mi padre con la reina y los
apresó.
Mi padre fue asesinado en el acto y su cuerpo arrojado
al desierto para servir de alimento a buitres y
chacales, mientras que la reina fue llevada a la
abandonada Ajet-Atón y encerrada en un ala del Maru Atón,
en donde permaneció vigilada hasta que un año después,
según se dijo murió.
-
¿Dónde fue sepultada la reina? -pregunté sin vacilar.
-
Nadie lo sabe. Tal vez ni ella misma.
-
¡Miren! ¡Uaset! -gritó emocionada Seshen interrumpiendo
nuestra larga conversación.
Volteé y la vi. Tal cual me la había imaginado desde
niño. La majestuosa Uaset surgía adelante mío
bulliciosa, vibrante, llena de vida. Centenares de
barcas se encontraban sobre el río mientras que sobre la
rivera millares de personas semejando hormigas en un
gigantesco hormiguero se apretujaban entre sí para
hallar la ubicación mas cercana posible al templo de
Karnak de donde surgían como agujas penetrando en el
rojo cielo, los obeliscos de granito rosa erigidos por
la gran Hatshepsut en la sala hipóstila del templo. El
sol que comenzaba a ocultarse hacía que los piramidones
de oro y plata de los mencionados obeliscos brillen como
verdaderos faros haciéndome cerrar los ojos por el
intenso reflejo.
Antiguos cánticos religiosos llegaban hasta nuestros
oídos desde el templo como así también el penetrante
aroma del embriagante Kyphi.
Nementhot atracó la embarcación en un pequeño puerto al
tiempo que la nave halcón se acercaba al embarcadero del
templo. A medida que el majestuoso navío avanzaba toda
la multitud se iba postrando ante él.
A pesar de encontrarme a una considerable distancia pude
ver como un par de hombres vestidos con blancos shentis
arrojaron dorados cabos a otros dos que prestos
amarraron la nave. Una rampa fue acercada al navío por
la cual descendieron ocho nubios portando la barca de
Amón seguidos por dos sacerdotes.
Mientras yo me quedé en la proa de la barca absorbiendo
con todos mis sentidos aquel acontecimiento, Seshen
desembarcó y como guiada por un poderoso e invisible
imán comenzó a hacerse paso entre la gente. Al
percatarme de esto bajé de la barca y la detuve.
-
¿Qué haces Seshen?
-
¡Yo tengo que estar ahí!
-
Tú sabes bien que si te acercas al faraón sin su permiso
sólo obtendrás la muerte -dije sujetándola firmemente
del brazo.
-
¡Suéltame Isidoro!, yo ya estoy muerta –replicó Seshen,
en forma enérgica y altiva, librándose de mi mano.
Rápidamente la mujer avanzó entre la muchedumbre
aventajándome unos cinco metros. De pronto un silencio
sepulcral precedido del estridente sonido de un par de
instrumentos de viento indicó que el faraón se disponía
a desembarcar.
Bajo y de avanzada edad, Ay, llevaba la doble corona
sobre su cabeza con altivez. Vestía una túnica de blanco
algodón y amplias mangas bordadas con hilos de oro,
además de un par de sandalias del mismo metal. Detrás
del faraón desembarcaron a prudente distancia el general
Horemheb, al que ya había visto hace un par de días
atrás, y otro general de nariz aguileña e imponente
porte, del que después supe era Paramessus, el futuro
Ramsés I.
Mientras todo el pueblo se hallaba vitoreando al faraón
que acababa de ingresar al templo, Seshen ingresó
también seguida por mí. Al instante que traspasamos las
pesadas puertas de cedro estas se cerraron detrás de
nosotros.
-
¡Detente Ay! -gritó Seshen desafiante, abriéndose paso
entre los guardias del templo.
El grito retumbó en cada una de las ciento treinta
columnas de la sala hipóstila e hizo que cada sacerdote,
guardia y personalidades pongan sus ojos en nosotros, en
especial el faraón.
El semblante del anciano cambió bruscamente de color,
aterrado Ay comenzó a temblar como una hoja mientras
repetía:
-
¡Tú estás muerta! ¡Tú estás muerta!
-
Sí, lo estoy y tú eres el responsable de que mi ba esté
errante. ¡Devuélveme mi nombre! ¡Di cuál es mi nombre!
-
¡Deténganlos! -gritó el faraón a los guardias que nos
rodearon y apuntaron con sus lanzas.
En ese instante una intensa luz ámbar inundó todo el
recinto segándonos por un instante. De a poco la luz
comenzó a tomar forma ovalada para luego trasformarse en
la mujer mas bella que he visto en mi vida. Vistiendo
una finísima túnica color ámbar, bordada con hilos de
radiante oro, traslucía el curvilíneo y esbelto cuerpo
de la mujer que llevaba ceñida sobre su azabache
cabellera una diadema de oro la cual sujetaba una larga
pluma de avestruz.
La aparición extendió majestuosamente uno de sus brazos,
desde el cual se desplegaba como si fuese un ave un ala
con pequeñísimas plumas de oro. Señaló al faraón y dijo:
-
¡Tú sabes quién soy! ¡Tú sabes por qué estoy aquí!
Ay se postró y sollozando respondió:
-
¡Oh gran Maat!, perdóname si alguno de mis actos te han
ofendido.
-
Sé que eres consciente de tus actos, los cuales pronto
serán pesados en la gran balanza.
-
¿Qué quieres que haga por ti? -preguntó el faraón casi
arrastrándose ante la deidad.
-
Devuélvele lo que le has robado a esta mujer -respondió
tajante Maat.
Ay, instintivamente trató de ocultar el anillo, con dos
cartuchos grabados en él, que llevaba en su dedo.
-
Entrégale el anillo a la que llaman Seshen -dijo con la
vista fija en el faraón.
Tembloroso Ay, se acercó a Seshen y le entregó el
anillo. La que lo tomó y se lo puso al mismo tiempo que
una luz color ámbar cubrió todo su cuerpo.
Grandes lágrimas de agradecimiento, brotaron
abundantemente de sus ojos.
-
¡Gracias Isidoro! -dijo entre sollozos.
-
No entiendo por qué me agradeces –dije atónito por todo
lo acontecido.
-
Gracias por darme un nombre, cuando el mío me fue
arrebatado.
-
Sigo sin entender.
-
Ves este cartucho – dijo extendiéndome su mano y
señalando uno de los cartuchos que en él se encontraban.
Léelo por favor.
Obedecí y rápidamente traduje aquellos pequeños
jeroglíficos tallados bellamente en aquel anillo de
marfil:
-
Ankhesenamón.
-
¡Ese es mi nombre! -respondió con una inmensa felicidad
en el rostro
Al escuchar esto todo el rompecabezas se armó en mi
mente, cada una de las piezas encajaban a la perfección.
Aquella pobre momia abandonada en su mutilado sarcófago
acompañada sólo por sus dos ushebis, aquella olvidada
princesa sin rostro, aquella a la que yo llamé Seshen no
era otra que la reina Ankhesenamón.
-
¡Toma Isidoro! -volvió a hablar la reina extendiéndome
el pequeño anillo. - Es tuyo, ya no lo necesito. Ya sé
quien soy.
Después de decir estas palabras Ankhesenamón se acercó a
Maat quien la abrazó con sus alas para luego señalar
hacia la puerta del templo, en donde la esperaba un
carro de oro tirado por un par de blancos corceles
adornados con arneses de plata y plumas de avestruz.
Dirigiendo el carro se encontraba un joven que ostentaba
la corona del alto y bajo Egipto.
-
¡Mi amado Tutankhamón! -susurró la reina con los ojos
repletos de lágrimas. - ¡Has venido por mí!
El joven faraón, con un ademán invitó a su reina a
subir al carro para luego cubrirla con sus brazos. Una
intensa luz ámbar igual a la que antecedió a la
aparición de la diosa, nos volvió a cegar al momento que
sentí un fuerte golpe en la cabeza.
El monótono ruido de un ventilador de techo me despertó.
Miré a mi alrededor y de inmediato reconocí una
habitación de hospital. Una enfermera de grandes ojos y
uniforme blanco al ver que desperté me acercó un vaso
con agua fría. Traté de incorporarme en la cama pero un
fuerte dolor en la cabeza me hizo volver a mi posición.
-
¿Dónde estoy? -pregunté mientras tocaba las vendas que
la cubrían.
-
Está en un hospital de El Cairo -respondió la enfermera.
- Tuvo suerte que el guía de su expedición lo encontrara
después de la tormenta de arena.
-
Y el profesor Stiward.
-
¡Nadie más sobrevivió! Sólo usted -dijo retirándose del
cuarto y cerrando la puerta tras de ella.
Desconcertado por lo que la enfermera me había
confesado, me fui convenciendo que toda mi aventura en
el antiguo Egipto había sido producto de mi imaginación.
Una semana después de haberme recuperado, fui a Ihnasya
el-Medina para agradecer a Mohamed el haberme traído
devuelta al mundo de los vivos ya que si hubiera
permanecido más tiempo abandonado en aquel desierto
hubiera pasado a ser parte de él.
Al llegar a la ciudad traté de ver la lejana Henen-Nesut
de la cual poco quedaba. Luego de recorrer las pequeñas
e intrincadas callejuelas, en las que se veían ancianos
fumando su pipa de agua y charlando alegremente,
mientras los niños jugaban a su alrededor, toqué a la
puerta de Mohamed. El árabe me extendió su grande y fina
mano y me invitó a pasar.
Luego de una amena charla regada de abundante té con
hojas de menta y tras contarme cómo la tormenta había
borrado todo rastro de la tumba y la forma en que me
encontró semidesnudo bajo el calcinante sol, Mohamed se
levantó del almohadón en donde estábamos sentados y se
dirigió a un estante de donde tomó un pequeño objeto y
lo colocó en su bolsillo. Luego de acompañarme a la
puerta y despedirse de mí, introdujo su mano en el
bolsillo y dijo:
-
Toma esto es tuyo. Lo traías puesto en el dedo.
Mohamed dejó caer en la palma de mi mano un pequeño
anillo de marfil con dos cartuchos grabados en él.
-
¡El anillo! -exclamé confundido-. Entonces fue cierto,
dime Mohamed ¿estuve yo en el antiguo Kemet?
Mohamed, con una sonrisa pícara dijo:
- Quién sabe, tal vez…
Autor: Alejandro Hernández y von Eckstein |