El cerco de sonidos lleva sabor a mar,
las olas rompen contra la cubierta de madera. Los
hombres descansan mientras el viento empuja las
galeras. El sol baña las riberas extranjeras y
desprende reflejos de fuego al chocar con las corazas
de los soldados.
Fatigado, Marco abandona la pluma y
guarda el pergamino donde escribe estas notas. Pronto
desembarcarán. Ha de ver al viejo, necesita un
remedio.
El dibujo algo descolorido del águila
se retorcía azotado por el lejano viento del desierto.
Clavó la vista en el estandarte antes de entrar en la
tienda de campaña. Las tropas de Octavio Augusto,
acampadas a las afueras de Alejandría, ocupaban
cientos y cientos de tiendas hasta perderse en el
horizonte.
El anciano se afanaba tras una mesa
improvisando pócimas y garabateando extraños dibujos.
Un calendario solar en el centro de la tienda marcaba
el día más largo del año.
Había oído que el viejo loco buscaba la
explicación del Universo, creía haber descubierto un
modelo compuesto de letras, números y dibujos que
encerraba todos los enigmas del cosmos.
Repentinamente volvió el mareo, la
visión de otro mundo, como en un sueño, en el que
Marco se percibía a sí mismo rodeado de lugares y
gentes extrañas. Era demasiado real, y lo peor es que
aún ahora, creía conocer aquel lugar y aquellas gentes
de ropas y habla insólitas.
-¿No tienes otra de tus pócimas para
mí? Te pagaré bien.
-¿Seguro que es eso lo que buscas? Ya
te di una en el barco, tomar más sería peligroso.
-He oído que descifras los secretos de
la alquimia, que tus recetas contienen la magia de los
antiguos habitantes de estas tierras.
-¿Por qué me cuentas esas habladurías
Marco?
-Anoche soñé que el sabor de la pócima
era el desierto, hoy he sabido que mi destacamento
patrullará en avanzada. ¿Significan algo para ti esos
presagios?
El anciano sonrió mientras pronunciaba
unas palabras en lengua desconocida. Alcanzó un
medallón con dos serpientes enlazadas: cada cabeza se
unía a la cola de su adversaria.
Meses después acamparon junto al oasis
de Krali, no lejos de Siwa. La noche se pobló de una
inquietud pesada. Marco espantó un mosquito con su
mano libre, con la otra bebió un largo trago de vino.
Las guardias en solitario no se le hacían molestas,
siempre cabía fantasear apoyándose en el silencio.
Claro que ésta no era una noche silenciosa, por dos
veces había despreciado un rumor de pasos en dirección
a la vieja mastaba. Quizá era momento de investigar.
Sabía que las huestes de Marco Antonio,
batidas en retirada, todavía dominaban parte del
inmenso cúmulo de oasis que cercaban Siwa. Caminó
procurando no hacer ruido. La puerta entornada se
agigantaba en la oscuridad, invitándole a cruzar el
umbral. Un cimbreante resplandor de antorchas le llevó
hasta la cámara mortuoria. Dos encapuchados susurraban
frente a una gran losa.
Se ocultó tras una columna, pero un
murciélago espantado delató su presencia. Tuvo que
echar mano a la espada. Demasiado tarde para huir.
Lanzó un golpe defensivo con la espada
y rodeó la columna. El silbido de la espada enemiga,
curva y algo más larga que la corta espada de combate
de Marco, pasó apenas a un centímetro de su mejilla.
En la penumbra relució por un momento el arma de su
oponente, preparándose para asestar un golpe
definitivo. La entrada la ocupaban ahora otros dos
encapuchados. Saltó a tiempo de evitar un foso,
entonces escuchó algo como un trueno y cayó
desvanecido.
Al despertar casi no podía girar el
cuerpo, un rostro enmascarado se acercó. Mil luces de
colores oscilaban en sus pupilas, un olor que
recordaba al azufre se había quedado impregnado a sus
ropas. Sintió un pinchazo como una picadura de tábano
en el brazo.
Se incorporó, el perfil grabado en la
pared le resultaba familiar. El cabello ondulado y
largo, los grandes ojos, uno de color marrón y el otro
gris, la nariz...
Salió del túmulo, sus pies golpearon la
losa como un tétrico gong cuando saltó al suelo.
Fuera, un sol cegador, abrasaba las pirámides. Bajó la
vista intentando reconstruir la deteriorada leyenda
dibujada al pie del rostro de piedra: Alejandro el
Magno.
***
El judío se desgañitaba ante los
divertidos funcionarios. El sacerdote levantó la mano
derecha reclamando silencio, empezaba a cansarse de
esas absurdas historias. Primero los campesinos, ahora
los judíos y los trabajadores de la Ciudad de los
muertos. ¡Por Isis!, no era malo que la gente tuviera
fe. Pero esto era excesivo, al final los romanos
acabarían por intervenir. Ya lo habrían hecho, de no
estar tan ocupados matándose entre ellos.
-Llevadme a casa de este hombre.
Mednesis, sacerdote del templo,
heredero de un conocimiento de generaciones muy
anteriores a la existencia de los romanos, observaba
incrédulo los signos. El iniciado no sabía que pensar,
su rostro alargado ocultó una mueca de desagrado ante
la mirada cerril del padre; un seguidor de Set. La
madre ni siquiera había levantado los ojos.
Cierto que la muchacha apenas mostraba
señales del suceso, salvo la pequeña cicatriz, pero a
Mednedsis no se le ocultaba alguna otra señal
imperceptible para los demás. Lo dejaría para otra
ocasión, se sentía demasiado impaciente por llegar a
su refugio cerca de Siwa, como para investigar.
Después de interrogarla, la historia
parecía todavía más absurda. ¿Imaginaciones de una
niña recién llegada a la pubertad? ¿Fantasías
sexuales? Clavó sus ojos en el limpio azul de los de
la niña. ¿Qué quería decir con que la habían elevado
por encima de las nubes? Lo único seguro es que ya no
era virgen y eso planteaba problemas a la familia.
***
El soldado, un veterano de la batalla
naval de Accio, había muerto el día anterior. Su
caballo había desaparecido y las huellas, en parte
borradas por el viento, indicaban que se dirigía hacia
el oeste. El enorme pecho apenas presentaba la más
mínima señal de violencia. Pero la coraza había sido
agujereada por flechas invisibles: dos pequeños
círculos en la espalda coincidían con los que
perforaban el peto a la altura del corazón.
Arisístedes movió la cabeza, los cuerpos, aún sin
enterrar daban fe de la terrible batalla. Guardó el
salvoconducto del centurión Lucio. Los legionarios
restañaban las heridas y los jefes separaban el botín,
mientras los muertos eran respetuosamente retirados.
Un escarabajo se esforzaba por escalar una piedra
junto a su sandalia. Arisístedes batió el horizonte de
dunas con la mirada, después tomó un carro de combate
con dos arqueros y partió en dirección al oasis de
Siwa.
La cuadriga abandonó ruidosamente la
senda principal para desviarse hacia las dunas, casi a
la altura de Menfis. Arisístedes apartó el pañuelo que
también cubría su cabeza, unos mechones blancos que
escapaban por debajo del trapo en forma de turbante,
le fustigaron los ojos. Ya se divisaba la torre del
templo y el peligro de las dunas dejaba de inquietar a
los hombres. Justo a tiempo porque en una hora el sol
se pondría, y el mar dorado se convertiría en un
océano traidor del que ya apuntaban las sombras.
Veloces, los últimos rayos naranjas reptaban hasta las
palmeras cuando entraron en el poblacho.
Los silenciosos nómadas les ofrecieron
dátiles y vino.
Arisístedes agradeció aquel vino ácido
como si fuera el mejor de los licores. Los soldados se
refrescaban en el pozo y en los lagos, el médico
seguía al jefe hacia la única casa útil junto al
templo, cuando de pronto, un golpeteo de caballos
emergió de la noche.
¡Romanos!, Mednesis frenó el galope y,
con un gesto, detuvo a su criado que echaba mano al
carcaj. ¿No eran acaso sus aliados? ¿Quién más
podría protegerles de los bárbaros y al mismo tiempo
garantizarles el comercio por mar sino los romanos?
Guiaron los caballos al paso hacia el
centro del poblado.
Un majestuoso anciano se aproximó a la
montura de Mednesis.
Con las primeras frases, ambos, se
reconocieron como iniciados. Al cabo de una hora ya
habían entrado en conversación, y al día siguiente
partieron juntos hacia Krali.
-¿Qué me decís de las fantasías de esos
nuevos platónicos de Alejandría?
-Los judíos son fantasiosos, de
acuerdo, y los griegos también lo somos, pero no me
negarás, ¡Oh Mednesis!, que el mal viene de la
materia. El mundo es engañoso y tuerce nuestros
sentidos hacia el error. El egipcio asintió con la
cabeza, pero arrugó su gran nariz y replicó:
-El conocimiento no debe estar
divorciado del universo, no hay demiurgo que nos
confunda, es nuestra propia impericia la que nos lleva
al error.
-¿Quién sabe? No seré yo quien os
contradiga, pero decidme... ¿Por qué me habéis
acompañado hasta Krali?, ¿Por qué fiáis tanto en
vuestra intuición?
-¿Y vos en qué fiáis?
El médico griego y el sacerdote egipcio
avanzaban en animada charla hacia el grupo de
raquíticas palmeras cercanas a las mastabas. El vino,
que desatara sus lenguas la noche anterior y quizá la
proximidad del desierto, hermanó aún más a los dos
viajeros. Los acompañantes de Mednesis reposaban junto
a los legionarios romanos, acampados a prudente
distancia del poblado.
El sol de la mañana ya comenzaba a
picar y los dos hombres agradecieron el frescor de las
paredes del pequeño templo.
Arisístedes siguió al egipcio tras el
altar, donde un pasadizo oculto se abría al flanco de
la estatua del hombre con cabeza de ibis.
Ambos conocían el camino y descendieron
con seguridad por las escaleras del pasadizo.
Atravesaron un laberinto de catacumbas para acceder al
nivel más profundo, al que nunca habían llegado con
anterioridad.
Un objeto cuadrangular con una pequeña
luz intermitente atrajo su atención: a su lado, una
tumba y una imagen de Alejandro Magno.
Mednesis había oído hablar de aquella
cámara, pero no le prestó crédito. Menos aún a las
voces que algunos afirmaban haber oído, como si el
mismo Toth quisiera hacerse escuchar por medio de
ellas.
Había que reconocer que el artefacto
que tenían ante ellos no parecía cosa de este mundo.
No era hierro, sino mucho más brillante, y unos
indescifrables jeroglíficos se distribuían a lo largo
del mismo, como marcando un recorrido solar. ¿Sería
quizá algún mapa de los astros?
De repente, un punto de fuego crepitó
en el interior del aparato junto a la diminuta aguja
de plata detenida en uno de los dibujos.
Mednesis y Arisístedes dieron un salto
hacia atrás horrorizados, una voz extranjera les
hablaba desde el artefacto. Conforme aumentaba el
volumen de las ininteligibles palabras, Mednesis
observó paralizado cómo el suelo de la cámara se
agrietaba estrepitosamente, como si de unas
monstruosas fauces se tratara, y una columna de
piedra, coronada por dos manos abiertas, también de
piedra, emergía de las profundidades. En el hueco, en
el centro de las dos manos se extendía un pergamino
marcado por antiquísimos jeroglíficos. Una gran luz
invadió la sala cegándole y haciendo cambiar de color
al collar que rodeaba su cuello.
Palpó el lino de la túnica y el torso
desnudo, no había sufrido daño. El griego se había
esfumado como por encanto. Pareciera que se lo había
tragado la máquina. Sintió el tacto rugoso del objeto
en su puño: un papiro más antiguo que el templo y que
todos los templos.
Un halcón gritó en el exterior, un
grito de caza, el Bá de algún iniciado, sin duda.
***
Han pasado varios días, han pasado
varias semanas.
El cuerpo y la mente de Marco se han
acomodado a una rutina de fiebres, medicinas y largas
estancias en la cama. No empeora. No mejora. En este
momento cree despertar de otra de las extrañas
pesadillas que le produce la fiebre. Ha ido reduciendo
al teléfono todo contacto con el exterior; por eso,
mientras escribe estas líneas, se alegra de recibir la
visita del médico.
El galeno habla con un estridente
acento extranjero. Le explica que está sustituyendo a
su médico de cabecera, de vacaciones en Egipto. Es
raro este hombre sonriente; no sólo por el anillo con
las dos serpientes cruzadas, o por la anacrónica
túnica blanca.
El doctor Arisístedes le receta un
humeante frasco de poción, que recuerda al aroma de
otro mundo. Un mundo olvidado.
En la Empresa le reciben con alivio,
inmediatamente, Marco se hace cargo de los pedidos
atrasados.
Un cargamento de antigüedades espera su
firma en el almacén, debe salir ese mismo día.
Revisa la mercancía. Distraídamente
acaricia el medallón que cuelga en su pecho bajo la
camisa: dos serpientes cruzadas, simétricas, cada
cabeza se une a la cola de la adversaria.
Le parece entrever el refulgir de los
ojos como rubíes de los reptiles.
El primer bulto de libros está abierto,
así que toma uno de ellos, no tiene prisa, Margarita,
la Gerente de la empresa proveedora se está
retrasando. Es un ejemplar del libro de los muertos
egipcio, hay una nota dentro:
"La
serpiente, pegada a la tierra, renueva su piel en
primavera, fiel a los ritmos milenarios del tiempo."
Al lado encuentra un libro en forma de
papiro, está traducido al castellano y puede leerlo
sin dificultad, El ritmo milenario del tiempo,
también renueva su piel, y, en ciertas condiciones,
los iniciados podemos cabalgar la serpiente que nos
llevará hasta nuestro origen.
Le recuerda algo que ya ha leído, pero
no sabe qué. La mujer rubia ha entrado sigilosamente y
le está mirando. Son sus ojos como pozos sin fondo, le
cuesta apartar la vista de ellos, invitarla a
sentarse, ofrecerle un cigarrillo, tantear su oferta
económica... Todo eso se manifiesta fuera de lugar,
como una representación falsa. Margarita Selene
sonríe, Marco no puede evitar tener la impresión de
que ella está representando un papel, que no es quién
dice ser. Sus palabras, llenas de cifras y de fechas,
son las que se esperarían en una situación similar,
pero sus ojos están hablándole de otra cosa.
El contorno de los ojos de Margarita
Selene se ha difuminado en un cielo azul brillantísimo
que obliga a buscar la sombra de la pirámide. Ya no se
distinguen los libros, y las estanterías del almacén
transparentan la luz exterior.
Dos hombres con túnicas hasta los pies
conducen a una niña judía hacia el interior de la
pirámide. Gotas y más gotas de sudor resbalan por todo
su cuerpo. Les sigue.
Y allí, traspasado el patio interior,
el sol vuelve a hacer acto de presencia, más potente
aún, salpicando de oro el altar con el símbolo de Set,
repetido en las túnicas negras y rojas que vuelan y se
retuercen empujadas por el aire.
El sumo sacerdote levanta el puñal por
tres veces en ofrenda a Set, por encima del cuerpo
indefenso de la niña, atado, extendido en la piedra de
sacrificios.
Ha vuelto el sueño: vívido, mucho más
que el recuerdo confuso del otro sueño, que ahora es
el pasado.
Marco saltó al patio sin pensar y subió
los escalones del altar espada en mano. Esquivó el
filo de los cuchillos derribando a los sacerdotes de
cabezas afeitadas, cortó las ligaduras, tomó a la niña
en brazos y echó a correr hacia la puerta de Isis.
Un halcón trazó un círculo en el
firmamento, guiándole hacia el embarcadero.
La niña soltó la amarra hábilmente y
pidió ayuda para desplegar la vela. Rápidamente, Marco
hundió el remo en el agua verde y fangosa, que les
recibió con un murmullo de hojas sobre la corriente.
El grupo de acólitos, burlado, ya
alcanzaba la orilla con las faldas de las túnicas
arremangadas, encabezado por el sumo sacerdote, que
blandía un cuchillo de plata. Para entonces, los
fugitivos se alejaban Nilo arriba.
***
Mednesis desplegó el papiro. Desechó la
primera parte de fórmulas, recitando las suyas. Se
entretuvo con la segunda parte de mapas y números,
dibujando sus propias líneas. Recreó las ideas tomadas
por los copistas de la biblioteca griega, y escribió:
"Ese principio divino, espiritual e
innombrable: el espíritu puro, ninguna relación tiene
con lo material. El mundo, creado y gobernado por un
principio inferior, se sirve a sí mismo.
La esencia espiritual del hombre fue
atrapada. Pero el “logos” se hará carne y será elegido
para trascender esa prisión y lo hará en el punto
donde se unen los dos mundos. Es la búsqueda de ese
punto sobrenatural la que genera el prodigio".
Mednesis retuvo la pluma para
concentrarse en su visión. Y era la voz de Toth la que
guiaba su mano. La risa del griego, la cabeza de la
serpiente, los ojos de la noche acechándole, sombras
de formas crueles le rodeaban. Recurrió a su Ká para
extraer energía.
Gritó otra vez la invocación protectora
pues temía por sus propias fuerzas. Acto seguido, se
levantó y atravesó la tercera cámara del subterráneo
de la gran pirámide.
Las paredes brillaban cromadas con
escenas de sacrificios a favor de la cosecha, a favor
de Rá.
Sus espías le estaban esperando. Nada
que no supiera: las noticias de Tebas hablaban de
escaramuzas contra los romanos, los nubios se
mostraban muy inquietos, mientras los antiguos
partidarios de Cesarión se paseaban desafiantes por
las calles de Alejandría.
Despidió a los hombres y sólo entonces
abrió el cofre de Toth.
Había que seguir las reglas del papiro
si quería escuchar la voz, y sobre todo, si pretendía
viajar a partir de ella. Ya no necesitaba los
jeroglíficos. El bucle de Cronos, sí, esa era la
solución. La derrota del Nicomedes sería perfecta.
Sólo faltaba embarcar al elegido y hacerle naufragar
en el bucle de Cronos. Tras el breve ritual, apretó la
palanca dorada y, al instante, un rumor de mundos
invisibles llegó hasta él.
***
Marco sujetó la pequeña vela. Fondeaban
en un remanso, la niña chapoteaba en la orilla junto a
un cañizal. Poseía una rara habilidad para la pesca,
habilidad que les sería muy útil si querían llegar a
Tebas.
Sus intentos por imitarla habían
acabado en un chapuzón frustrante que despertó la risa
de la muchacha, mucho más grácil, ya consciente de su
atractivo como mujer.
De pronto, ella adoptó una pose rígida,
mirando hacia el cielo, Marco alzó la vista: un
extraño objeto en forma de bandeja plateada, apareció
y desapareció, destellando al sol, como por encanto.
Se miraron sorprendidos, alguna advertencia de los
dioses se les escapaba.
El griterío de una bandada de garzas
reales les devolvió al trayecto. La chica estaba
convencida de que les perseguían. Deseaba llegar a
Tebas, donde su tío ejercía un cargo importante, lejos
de la influencia de los sacerdotes de Set. Tras un día
de travesía sólo se habían cruzado con pescadores y
mercaderes. La percepción del tiempo se había
mezclado con la monotonía del río, como si el Nilo
fuera capaz de navegar el tiempo.
Marco bebió un poco de agua y después
le ofreció el odre.
Debía de tener unos quince años.
Observó la mano firme y morena, no era la primera vez
que navegaba. Ella sonrió, al tiempo que aceptaba el
agua. Un brillante reguero de agua fresca resbaló
entre los labios perfectos, y unas gotas escaparon
traviesas por la curva de la barbilla. Sus ojos
azules, que le despertaron una vaga emoción como un
recuerdo, no dejaban de escudriñarle, apreciando todos
los gestos, valorando su fuerza y sus reflejos.
Ensimismado, no escuchó las pisadas
sofocadas, no pudo anticipar el leve restallar de
burbujas junto a la quilla.
Bruscamente, las gigantescas manos de
ébano surgieron del agua impulsando el cuerpo del
guerrero.
Giró la vista hacia la espada, pero no
la halló. El golpe feroz del puño, enorme como una
maza, le arrojó por la borda.
A través del agua y de reojo, entrevió
otra masa humana, quizá dos, y también su espada en
poder de la chica, que sonreía triunfal. Quiso lanzar
un puñetazo contra el salvaje pero alguien le sujetaba
por detrás.
Después vino la interminable caminata
con las manos atadas, la noche, los gritos guturales a
la orilla del desierto. Pronto, Marco se vio encerrado
en una tienda, en solitario, rendido por el cansancio.
Y se hizo la oscuridad.
El sueño se evaporó como por encanto,
los colores de la pesadilla acabaron difuminados en el
silencio de la conciencia. Seguía con las manos atadas
a la espalda, una bruma confusa mezclaba los recuerdos
como si el sueño no hubiera desaparecido totalmente,
pareciera que la proximidad del desierto creaba
presencias a su alrededor.
Lentamente la puerta de la tienda se
abrió, un penetrante perfume a mirra y áloe invadió la
estancia.
Creyó que venían a ejecutarlo, pero lo
que apareció ante sus ojos fue una mujer, la muchacha
que pescaba en el río se había transformado en una
seductora sacerdotisa.
Envuelta en gasas transparentes, se
acercaba devorándole con los ojos, ya no había ninguna
duda, de Margarita Selene.
La mujer se quitó toda la ropa. Su
cuerpo blanco, resplandeciente, ocupaba cada rincón de
las pupilas de Marco: los pechos, al tiempo redondos y
puntiagudos, con una leve y armónica caída, el
triángulo negro del pubis, las caderas, los hombros y
la cintura en cadencia, una combinación de líneas
perfecta en sí misma.
Obsesionado por el volumen de aquellas
formas esplendorosas, deslumbrado por el territorio
que se extendía ante él, Marco vio cómo el resplandor
del cuerpo de la muchacha estallaba, tiñendo el mundo
en un baño plateado, en una luz tan potente que nada
más podía verse.
Las manos de Marco recorrieron sus
hombros y su pecho. Los pechos desnudos se aplastaron
contra su piel en abrasadora caricia. Reconoció el
leve cuerpo de la mujer sobre él, gravitando alterador
de las leyes del mundo. Rasgó sus ropas antes de
encerrarlo entre sus piernas. Quiso hablar, pero los
labios de ella sellaron su boca.
Durmió durante mucho tiempo, nunca
sabría cuánto.
Al roce salado de la arena, reconoció
poco a poco sus sentidos; el gusto, el tacto, doloroso
y blando, la vista deslumbrada, el silbo del desierto
en los oídos... El campamento había desaparecido sin
dejar rastro. Llevó la mano al cuello, el medallón ya
no estaba allí.
De bruces comprendió la proximidad de
la muerte, debía proteger sus ojos y sus labios. El
sol todavía no estaba en lo más alto. Por suerte se
divisaban unas rocas a lo lejos y hacia allí intentó
moverse, pesada, penosamente.
Una lejana caravana en el horizonte, un
espejismo sin duda, le hizo avivar su marcha. Marco
estuvo a punto de resbalar, alud de arena, abajo.
Debía seguir caminando. Las rocas parecían estar a
sólo cien metros, las sombras de los buitres ya
dibujaban círculos negros en las dunas.
En un último esfuerzo reptó hacia la
sombra de la primera roca, alcanzado el terreno
pedregoso, no se movería de allí hasta la noche.
Entonces, a través del sudor que bañaba su rostro,
miró hacia arriba y la vio: llameante, los bordes
confundidos entre la tierra y el cielo. Apretó los
ojos y los volvió a abrir, antes de perder otra vez el
sentido, una cruz dorada, agigantada en las luces
implacables del desierto.
Arón y su grupo curaron las quemaduras
de Marco, calmaron su sed, le admitieron como a uno
más.
Pronto se apercibió de su aspecto de
esclavos fugitivos, pero aún así, les acompañó
agradecido, y no dudó en blandir su espada cuando un
destacamento de desertores del ejército de Marco
Antonio, -mercenarios renegados que asaltaban a los
viajeros por el botín-, les cercó en una estrecha
garganta.
Por suerte, la mayor parte de los
atacantes eran mercenarios egipcios. Marco reconoció
el distintivo de los dos mejores: ex legionarios.
Todos le vieron derribar adversario tras adversario.
Esa noche Arón le pidió que entrenara a
sus hombres.
El viejo Arón afirmaba cumplir las
instrucciones de un Dios. Decía haber subido con él a
un carro de fuego, a bordo del cual recibió órdenes de
partir con su pueblo. Ahora se dirigían hacia
Alejandría para embarcar. Marco les acompañó hasta la
ciudad.
***
La mujer de ébano le llamó desde la
puerta y desapareció en el interior. Marco dudó, todas
las casas parecían iguales en aquél suburbio. A su
espalda, el puerto de Alejandría desplegaba el
bullicio habitual que se producía a la llegada de los
pescadores. Mujeres bellísimas de pechos desnudos y
pelucas de colores destacaban en una multitud
variopinta: griegos, judíos, romanos, fenicios,
nubios... Los puestos salpicaban las calles, ardientes
al fulgor de plata y cobre de los pescados, plagados
de miles de aromas y de colores. Entre el caos de los
vendedores, envuelto en el olor a especias, a pescado,
a flores y a estiércol, descubrió al grupo de judíos.
Arón regateaba el valor de las provisiones que
necesitarían en su largo camino. Puestos de telas,
algodón, pieles, seda, bronce, marfil, conchas de
tortuga, cuernos de rinoceronte, vino, miel, trigo,
incienso, canela…de todo lo imaginable, se encontraban
en plena actividad.
Marco entró. La penumbra acarició como
una suave brisa su piel. Tuvo tiempo de entrever el
giro de las caderas de la mujer de ébano, que se
alejaba subiendo por una escalerilla circular.
La siguió hasta la terraza. El azul del
mar envolvía el barrio de los pescadores. El águila
romana ondeaba junto a la llama en lo alto del
gigantesco faro, situado en la isla de “pharos”,
dividiendo el puerto, ahora salpicado por
embarcaciones romanas de guerra y por barcos con
mercancías de todo el mundo.
La voz de la mujer hizo que levantara
los codos de la barandilla.
-Ave hombre del desierto, mi reina
tiene un mensaje para ti.
Había utilizado el saludo romano, la
fórmula de moda en Alejandría. La sonrisa nada ingenua
indicaba que conocía su origen.
Marco no ignoraba que se había
convertido en un proscrito, en un desertor, que
cualquiera podría cobrarse el precio puesto a su
cabeza.
-¿Quién es tu reina muchacha?
-La reina Candar, yo soy Zora, su
esclava, y también la tuya, si aceptas. Mi ama y tú
tenéis enemigos comunes.
Zora sacó un medallón, que introdujo en
la túnica de Marco. Junto al pecho dejó el medallón y
también la mano.
-¿Qué debo aceptar?, susurró Marco, sus
labios rozaban el cabello de la muchacha, aspirando el
perfume nubio, sus ojos recorrieron ávidos el generoso
escote.
***
Al roce de sus dedos le pareció como si
el medallón se encendiera reflejando la luna.
Escuchó un lejano maullido, lentamente
despertó. La silueta de un gato desapareció tras las
cajas de libros. Al incorporarse comprobó que se
encontraba en el almacén de su empresa. Había sufrido
un desmayo.
Un camión partía en este momento
encarando la rampa de salida del almacén.
Reconoció a Montero, el capataz. No, no
había visto salir a Doña Margarita.
Regresó al despacho para enfrascarse
otra vez en la lectura. Debía medir las posibilidades
comerciales de la nueva remesa de libros.
Alguien se había llevado el ejemplar de
los mitos egipcios. La puerta del despacho estaba
abierta y Zora, la secretaria, le advirtió que uno de
los empleados acababa de salir. Sí, claro que lo
conocía, Lucio, el chico nuevo, el del pelo rapado al
cero, el que subía a la furgoneta en este momento.
Marco tomó las llaves de su coche y echó a correr.
Lucio conducía como un demonio. De
hecho, estaba a punto de darlo por perdido, pero por
suerte, la furgoneta tuvo que parar en un semáforo. Le
siguió disimuladamente hasta una urbanización privada.
Observó cómo Lucio llamaba a la puerta de uno de los
adosados.
Alguien abrió y ambos se perdieron
dentro.
Rodeó la casa, iba a acercarse a la
ventana de la cocina, cuando reconoció una voz que le
llamaba.
-¡Pase!, ya es hora de que hablemos.
El hombre de la puerta no era otro que
el médico, Arisístedes. ¿Qué tenía que ver con Lucio?
¿Qué diablos hacía con el ejemplar de los mitos
egipcios en la mano?
-No necesita sobornar a un empleado
para adquirir mis libros, basta con acudir a una
librería y comprarlos.
-A veces lo que uno busca no está en
venta, a veces hay que viajar al pasado para
conseguirlo.
-¿Qué quiere decir? Nadie puede viajar
al pasado.
-¡Oh!, no me refiere a este libro, por
supuesto. Ni tampoco a un pasado exacto.
-El viaje en el tiempo no es posible, y
si lo fuera, sería en dirección al futuro. Las
paradojas hacen imposible el viajar al pasado. Un
sudor frío hizo aparición en las sienes de Marco...
-Cierto, la flecha del tiempo que va
siempre hacia adelante y todo eso. Pero fíjese que yo
no me refiero a su pasado, sino a un pasado paralelo.
Usted podría ser descendiente de
Alejandro, o de Cleopatra Selene en alguna de esas
vidas paralelas... O legionario al servicio de
Octavio.
-Está completamente loco. ¿Qué va a
hacer ahora?, ¿va a enseñarme una máquina del tiempo?
-Dígame, como médico, ¿ha sufrido
desmayos?, ¿visiones?, ¿ha tenido sueños extraños?
El roce de algo suave y caliente hizo
que Marco mirara hacia abajo, un gatito blanco se
restregaba contra su pantalón. En ese instante, Lucio,
que se había colocado disimuladamente detrás de Marco,
clavó una jeringuilla paralizante en su pierna.
"Una máquina no, no exactamente, hay
drogas que despiertan recuerdos de vidas lejanas. Le
diré lo que quiero de usted: quiero que me traiga un
libro, así de fácil. Sólo tiene que regresar a dónde
usted ya sabe y tomarlo, esta vez le colocaremos en el
lugar adecuado. Tenga cuidado, hay más enemigos de los
que cree."
El gato se deslizó suavemente hasta
quedar oculto tras los estantes repletos de rollos de
papiro. Uno de los sacerdotes se acercó a Marco.
-No puede permanecer aquí sin
autorización.
-Soy ciudadano romano. Traigo un
encargo del centurión Lucio.
El sacerdote le abrió paso sin
rechistar. Marco atravesó un pequeño patio flanqueado
por azaleas y jazmines. Un estanque rodeado de
palmeras daba paso a tres pasillos diferentes por los
que circulaba el aire perfumado del patio, las filas
de columnas sostenían verdes emparrados cubiertos de
enredaderas de flores que resguardaban a los
estudiosos y a los astrólogos de los rayos del sol.
Siguió al sacerdote egipcio a través de
interminables pasillos. Bajaron más y más escaleras
hasta sótanos donde trabajaban los copistas y los
artistas, repletos de “armaria” habitados por papiros
egipcios y copias de textos griegos. Leyó los nombres
de Tales, Pitágoras Euclides, Aristarco y Aristóteles,
entre muchos otros. ¡Cuánto daría por hacerse con
copias de todos ellos!
El hombre no respondía a sus preguntas,
sólo abrió la boca cuando le preguntó su nombre:
Mednesis.
La hermana pequeña de la gran
biblioteca de Alejandría, no parecía tan pequeña en
absoluto, todo lo que pudo ser salvado del incendio de
la gran biblioteca estaba aquí, todo eso y mucho más.
Marco no puede contenerse y toma entre sus manos un
rollo de Aristóteles, para él inédito en otro mundo.
Pasan las horas, el peso de los muros
de piedra parecía aplastar su espíritu, junto con la
incómoda sensación de que miles de ojos le observaban
desde la oscuridad.
Comenzaba a estar harto, ya era hora de
cortar los hilos que le convertían en marioneta.
De pronto, el egipcio paró en seco.
Varias mesas de mármol vacías rodeaban una losa de
piedra en forma de óvalo. Mednesis se acercó a la losa
y apretó un resorte.
-Yo mismo lo traduje, aunque no aseguro
exactitud desde luego...
El resorte puso al descubierto un
pequeño compartimiento del que el egipcio extrajo el
papiro. La tinta estaba tan reciente que relucía.
Marco había esperado algo más espectacular, quizá por
eso desconfió.
-Creí que sería el original.
-Imposible, el original no debe salir
de la tumba. Además, no podríais descifrarlo, ni
siquiera con el talismán. Ahora escucha: ¿Quieres
volver a tu mundo? ¿Deseas ser libre?
-¿Qué sabes tú de mí?
-Sé lo que quieren ellos, quieren el
papiro para burlar al destino, quieren vivir siempre.
-Yo no creo en el destino.
-Por eso me ayudarás, por eso
destruirás el talismán, por eso entregarás el papiro
falso.
-¿Qué debo hacer?
-Embarcar, sólo embarcar.
-¿Embarcar?, ¿adónde?
-Tu barco es el Nicómedes, te está
esperando en el muelle.
Dicho esto, el egipcio desapareció por
una puertecilla lateral, sin darle tiempo a más
indagaciones.
***
Marco, sentado en el muelle, apretaba
el papiro contra su pecho. Enfrente, los tripulantes
del Nicómedes descargaban la mercancía.
Arón y sus amigos debían de andar
cerca. Quizá ya embarcaron en alguno de los grandes
veleros que zarpaban en ese mismo momento. Marco se
sentía como en un sueño, ya no sabía si era el Marco,
propietario de una Empresa editorial que sueña que es
un soldado romano, o si era el soldado romano que
sueña que es Marco, propietario de una Empresa
editorial.
A una seña, el patrón le condujo hasta
la cubierta de proa. Los remeros comenzaron la
maniobra tras soltar amarras.
El capitán, un hombre rubio, gigantesco
y taciturno, le miró con desconfianza desde el
principio. La desconfianza era mutua, por eso Marco
evitó separarse en todo momento del pergamino y
conservó a mano su daga.
-¿Hacia dónde vamos?
-Las órdenes son desembarcar en Atenas,
si Poseidón, el agitador de los mares lo permite.
No iba a ser una travesía tranquila. Un
mar embravecido se unía al descontento abordo. Tres
marineros griegos habían muerto en las reyertas, que
brotaban por cualquier motivo. Los hombres se
exaltaban o se concentraban en sí mismos como si
presintieran algo. Un cielo negro amenazaba temporal.
Y cuando llegó la tempestad ningún
rincón quedó a salvo. El mar se adueñó del barco y de
sus vidas, irrumpiendo incontenible. Cronos se había
apoderado del tridente de Poseidón, Cronos enfurecido,
dispuesto a alterar sus propias leyes.
Lo último que vio fue la ola que arrasó
la cubierta. Algo le golpeó en la cabeza borrando
todos sus recuerdos.
***
Después de mucho, mucho tiempo, Marco
estaba enfermo. Absorto, perplejo por su debilidad.
Un salvaje estornudo le sacudió
repentinamente.
Por primera vez iba a faltar al
trabajo.
Acababa de sonar el despertador -como
siempre a las seis de la mañana-.
Pero esta vez Marco lo había dejado, y
cuando se decidió a pararlo, lo había tirado al suelo
de un torpe manotazo.
Allí quedó panza arriba, zumbando cada
vez más flojo hasta que cesó.
Era pronto para llamar a la Editorial,
así que se sirvió un desayuno más copioso de lo
habitual, ingirió varias pastillas para la gripe y se
enfundó en una gruesa bata.
Marco vive solo en un piso pequeño en
la capital de la isla. No sabe qué hacer, se dedica a
pasear de un extremo a otro del piso envuelto en su
bata gris hasta que cae en una silla a mitad de camino
entre el dormitorio y el salón.
Había olvidado que estaba enfermo, por
lo tanto, cualquier ligero esfuerzo le dejaba al borde
de la taquicardia.
Vamos a ver... ¿Qué se hace en estos
casos?
Naturalmente uno se mete en la cama y
se tapa bien. Así, bien abrigadito, a dormir.
No puede dormir, además ha olvidado
tomar la cucharada de jarabe. Sin saber por qué,
recordó la expresión bondadosa de Margarita cuando le
dio el jarabe al verle estornudar en la reunión con la
Editorial.
Había que salir de la cama, ponerse las
zapatillas y dirigirse a la cocina para alcanzar la
cucharadita de jarabe.
Marco se agrupa todavía más sobre sí
mismo levantando la manta por encima de su cabeza y
entornando los ojos.
Siente el eco de su respiración contra
las sábanas. Los latidos de su corazón y los miles de
sonidos de su cuerpo acarician sus oídos, casi
insensibilizados al exterior.
Traga un poco de saliva con dificultad.
Se encuentra mal, pero está bien.
Un zumbido impertinente llega hasta sus
tímpanos. La nariz está completamente tapada y los
ojos, rojos, le pesan. Tiene los pies muy fríos.
Entonces, al girar la cabeza entre las
sábanas, dirigió la vista hacia el papiro que se
encontraba sobre la mesa de trabajo, deteniéndose en
las marcas en forma de ocho: justo el espacio para
colocar el medallón.
En cuanto ajustó las dos cabezas de
serpiente creyó leer algo debajo.
Un zumbido monótono se apodera de su
cerebro.
El zumbido le envuelve, le impide dormir,
le obliga a abrir los ojos.
La lámpara de la mesilla le mira
compasiva.
Marco pierde el equilibrio al levantarse,
la cucharilla está doblada, al fondo del vaso, un
maremoto se ha tragado al medicamento como si fuera un
barquito, que le está llamando, va a caer y el
torbellino de mar se lo llevará para siempre. A lo mejor
es agradable. Pero no ¿Qué estaba pensando? Que no sea
sin lucha.
***
Mednesis imagina la expresión de ira en
la cara de Arisístedes al recibir la noticia del
naufragio.
El griego seguiría confinado en su villa
de Atenas durante mucho tiempo. Entretanto, Mednesis
toma la pluma y escribe sobre el papiro, viejo y rugoso
como la tierra. Escribe y disfruta como un demiurgo
bromista, observando los esfuerzos de Marco, que cree
escribir su propia historia abordo de una galera romana,
muy cerca del delta del Nilo. O quizá, también Mednesis
imagina que ha mojado la pluma y que traza líneas sin
sentido mientras disfruta con el supuesto infortunio de
Arisístedes, su rival.
***
El cerco de sonidos lleva sabor a mar,
las olas rompen contra la cubierta de madera. Los
hombres descansan mientras el viento empuja las
galeras. El sol baña las riberas extranjeras y desprende
reflejos de fuego al chocar con las corazas de los
soldados. Fatigado, Marco abandona la pluma y guarda el
pergamino donde escribe estas notas. Pronto
desembarcarán. Ha de ver al viejo, necesita un remedio.
El dibujo algo descolorido del águila se
retuerce, azotado por el lejano viento del desierto.
Clavó la vista en el estandarte antes de
entrar en la tienda de campaña. Las tropas de Octavio
Augusto, acampadas a las afueras de Alejandría ocupaban
cientos y cientos de tiendas hasta perderse en el
horizonte.
El anciano se afanaba tras una mesa
improvisando pócimas y garabateando extraños dibujos. Un
calendario solar en el centro de la tienda marcaba el
día más largo del año.
Autor:
Mariano Moreno Casquete |