Retorno
a Menfis
Por
José
Ignacio Velasco Montes
8.-
En
el centro de la Pirámide y con cientos de miles de toneladas de granito
interpuestas entre él y la libertad, Anjaf espera el paso de unas horas
antes de iniciar su salida al exterior. Después de escuchar los sucesivos
ruidos de las caídas de los bloques de piedra sabe que, aún durante
horas, los ritos funerarios van a continuar al pié de la entrada, ya
sellada, en el Templo Funerario. Sabe que la ceremonia terminará cuando
"Sothis", la Estrella de Isis, se coloque en la vertical de la
Pirámide y su luz se refleje en la cara este del "Benben", el
piramidión que corona la cúspide piramidal.
Sentado
en el sillón que, en vida, fuera el favorito del rey, Anjaf revisa sus
pensamientos en voz alta, en un circunloquio cada vez más nervioso. La
angustia del lugar, la escasa luz que emiten las antorchas y la
claustrofobia que empieza a atenazarle, le llevan a un paroxismo de
inquietud y soledad, en el que sólo su propia voz le da compañía.
--¡Keops,
Keops! ¿Por qué me elegiste para vigilar tus primeras horas de soledad?
¿Por qué fui designado para ocuparme de todo lo referente a tu tránsito?
Yo, que soy joven y lleno de vitalidad. Yo que, iniciado en los secretos
de la vida y la muerte, sólo quiero vivir y me aterra el Más Allá. ¿Por
qué a mí, que pregunté a la Esfinge repetidas veces las eternas
preguntas sin respuesta? ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adonde voy? Y
no obtuve respuestas. Y cómo escucharlas... si no las hay. Durante años
las he buscado sin hallarlas, porque sólo existe lo que se ve.
Y
durante un rato escucha los ínfimos ruidos del exterior, que llegan
amortiguados y que lentamente están desapareciendo. Se imagina el cierre
apresurado de la entrada. Sabe que, aunque nadie lo haya expresado, todos
están deseosos de volver a las comodidades de Menfis. En un día Djedefre
será el nuevo rey y con el ascenso todo será olvidado y él, ya en
libertad, podrá ir a un lugar en el que nadie le conozca. Y de nuevo, en
un soliloquio en voz alta, hace resonar la sala con sus pensamientos
expresados en voz alta:
--Dime
Keops, ahora que has franqueado el muro de la vida y la muerte, ya que estás
del otro lado. Dime algo desde el más allá... dame una señal... envíame
un gesto que me haga saber que hay algo más y que me haga desear quedarme
a tu lado, en vez de huir y escapar...
Durante
mucho tiempo, Anjaf continúa con su monólogo mientras espera un signo.
En su mano, un papiro extraído de entre los pliegues de su túnica,
permanece enrollado y sellado. Durante horas se mantiene cavilando y
esperando una señal que no llega. Rompe el sello y por primera vez va a
mirar la única esperanza que le queda. Mientras lo desenrolla, recuerda
el día, hace apenas poco más de cuatro jornadas, en el que Imiotep se lo
diera: puede rememorar, palabra a palabra, la conversación que ambos
mantuvieron:
--¿De
veras sabes lo que significa acompañarle?
--Sí,
lo sé –respondo convencido.
--No,
no lo sabes y me vas a escuchar. Soy tu maestro y, además, soy el que debía
ocupar tu puesto. Keops supo de mi vejez y temió encontrarse sin acompañante
y por eso te nombró a ti para ocupar mi puesto. ¿Me escuchas?
--Te
escucho, Maestro.
--Yo
tenía mis dudas y temor sobre el hecho de acompañarle. Las mismas que
tienes tú, aunque no te las reconozcas, de momento, ni a ti mismo. Por
ello, yo tenía prevista la forma de escapar de la pirámide.
--¿Se
puede salir? –Le pregunto inquieto pues mi miedo hace que me haga esa
pregunta constantemente.
--¡Sí,
ya te lo había dicho! Tengo el plano y los secretos de los pasadizos para
salir de allí. Mi amigo Hemiunu, el Arquitecto real y el yerno de Keops,
Ankh-Haf, los hicieron para mí. ¿Me entiendes?
--Lo
he comprendido todo. Sigue Maestro. ¿Cómo es posible salir?
--En
su momento lo verás y quedarás sorprendido. --Me contesta con aire
misterioso el anciano sacerdote.
--¿En
qué sitio sale?
--En
un punto cercano a la Esfinge que nunca se terminó, y que, como sabes, ha
prometido acabar el nuevo rey, Djedefre, en un homenaje póstumo a su
padre.
--Es
una buena solución. --Acepto recuperando algo de confianza.
--Recuerda,
cerca del final del túnel, en el suelo, hay una arqueta con oro y plata.
Puedes cogerla para llevar una vida placentera lejos de los que te
conocen.
--No
lo olvidaré.
--Toma
el papiro que contiene esos dibujos. Guárdalo y no lo abras hasta que, en
la soledad de la cámara, bastante tiempo después de la caída de los
rastrillos. Hazlo cuando hayas tomado una decisión definitiva. Si decides
quedarte, porque tus ideas y corazón así te lo aconsejan, ¡Quémalo! Si
por el contrario, quieres huir, ábrelo y actúa en consecuencia. ¿Me
prometes que lo harás así y solamente así?
--Sí,
Imiotep, mi hermano, así lo haré. --Confío en ti.
--¡Tómalo
y que los dioses te acompañen en ese día! –responde satisfecho el
anciano.
En
la oscura soledad de la sala, una vez tomada la decisión de escapar,
inicio la búsqueda del camino. La pálida y oscilante luz de las
antorchas no me deja leer los signos ideográficos de la escritura
estrictamente sacerdotal. Aunque resulta imposible leerla por falta de
luz, observo que no hay planos como Imiotep me indicó. El germen de una
sospecha horrible empieza a desarrollarse en mi mente. Enciendo una
segunda antorcha y la coloco encima de los brazos de una estatua de Horus
Hieracocéfalo, cuyos miembros superiores se encuentran con los brazos
extendidos en el acto de la purificación. Me siento debajo, e inicio la
lectura del papiro.
"A
ti, Anjaf, mi hermano. Si has cumplido lo prometido, estás en esos
momentos en medio de la soledad y la angustia que estuvieron destinados
para mí, pero que el inescrutable destino los han hecho tuyos. No pienses
que la maldad o la envidia me movieron a hacer esto. Sólo quise hacer
menos duros esos momentos y darte mi compañía cuando aún resonará en
tus oídos el retumbar de las piedras cerrándote la salida. ¡La única
salida!
Hasta
ahora tenías la ilusión de poder escapar en el postrer momento, y eso
mantenía tu postura y dignidad de Guardián Eterno de la Oscuridad.
Ahora, que ya sabes la verdad, ¡que no hay escape!, piensa en la muerte
tal cual es. No la vistas de ropajes esplendorosos, ni le suprimas la
miseria final. ¡Acéptala! El miedo es sólo propio de las almas pequeñas.
La muerte no puede acobardar al que busca la sabiduría. El alma no puede
perecer en las llamas de los leños, que son menos peligrosas que el fuego
de las humanas pasiones. Recuerda lo que te explicaba el Hierofante de
Segundo Grado cuando llegó la prueba iniciática de entrada en el Reino
de la Verdad. ¿Recuerdas? Te lo repetiré:
“Vas
a participar en la comunión de los Iniciados, pero para ello es necesario
que pases por la muerte y la resurrección, sin la cual no podrás
traspasar el Umbral de Osiris. Prepárate para el viaje que se te
presenta. Acuéstate en esa tumba y espera. No temas, vas a entrar en el
Reino de la Eterna Luz. ¿Recuerdas...? Puedes evocar el despertar después
de aquellos días, horas, minutos --¿Quién sabe cuánto duró?-- de
inconsciencia.
Recuerdas
la figura blanca y alada que te hablaba en sueños y te decía: “Yo soy
la que ha sido, es y será .Conozco tu pasado, tu presente y tu futuro.
Soy la Isis del Cielo, tu contraparte celeste, con la que un día fundirás
las esencias de tu vida”. No temas. Lo que haya de ser ya está escrito
y nada lo ha de cambiar. ¿Lo rememoras?”
Y
superaste la prueba disfrutando del ágape sagrado de los Iniciados. Haz
lo mismo ahora, sin desesperación, sin lucha. Estás en una tumba como
entonces y el misterio de la muerte es idéntico. Ten fe y túmbate en
ella a esperar como ya hiciste en otra ocasión .Tu destino se cumplirá
por encima de tus deseos.
Adiós
hermano. Que los dioses te sean propicios y tu viaje sea para ti rápido y
feliz”.
Observo
el papiro en busca de algo más, aunque sé que no voy a encontrarlo. Lo
leo varias veces. No hay esperanza. Ahora lo quemaré. Puedo observar que
el papiro arde en segundos con llama cantarina y vivaz. La cámara del
rey, entrelarga y pequeña, no me sirve para largos paseos. Aparto muebles
y me hago pasillo por el que caminar sin obstáculos.
Durante
mucho tiempo paseo, de un extremo al otro, sumido en una cada vez más
profunda desesperación. El aire, seco y caliente, se hace por momentos más
pesado, más enrarecido, con un manifiesto olor al humo de las antorchas
que, chisporrotean por la dificultad de combustión. He de tomar una
decisión.
--¡Sí,
eso es lo que debo hacer para acortar una agonía que puede durar horas!
Anjaf
toma carrera y golpea salvajemente su frente contra una esquina del sarcófago
de granito y cae al suelo bañado en sangre, sin conocimiento y con una
enorme herida en la cabeza.
La
antorcha, suspendida en los brazos del Horus de piedra, se agita con
brusquedad cuando un gélido e inmaterial viento irrumpe en la antecámara.
Una figura alba y brillante, inmaterial, se hace presente al lado del
cuerpo caído y lo mira con desprecio. Mientras, en torno a la cabeza de
éste, se está extendiendo un gran charco de sangre. Anjaf realiza una
postrera contracción y queda muerto.
--No
superaste la prueba a la que fuiste sometido Y no te has hecho merecedor
de venir al “Reino de los Elegidos”. Tu cobardía, tu desesperación
te llevó a lo más sencillo: huir. Que tu Ka, tu Ba y todas tus esencias
vaguen en el tiempo hasta después de consumirse éste, sin que encuentres
jamás reposo.
Y
la figura se va haciendo más y más transparente hasta desaparecer.
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