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López Grande, en la antigua Tebas (Luxor), en el
interior de la ‘jaima’ donde trabajan, muestra
una de las cerámicas halladas en la excavación
del Proyecto Djehuty. (CARLOS
SPOTTORNO)
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La egiptóloga en Heracleópolis Magna, en 1991. (CARLOS
SPOTTORNO)
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“Cedió
la colina y se abrió un agujero, la entrada a una
tumba. En ese instante te olvidas del riesgo, sólo
quieres entrar” |
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“Tendida
en la tumba, primero vi un maravilloso cielo
estrellado, y luego, una grieta enorme sobre mi
cabeza” |
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“En
el mercado de Suk el Guimal, yo era la única
mujer entre cientos de sudaneses y miles de
dromedarios” |
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Si hay una profesión
peliculera como pocas, ésa es sin duda la arqueología.
Cientos de películas y libros han hechizado a todo tipo de gente
con las aventuras de intrépidos arqueólogos, tocados con salacot
y botas de caña, adentrándose entre ruinas milenarias o peleándose
con selvas, desiertos, fieras salvajes o tribus primitivas. Y
dentro de los arqueólogos, los egiptólogos son, con seguridad,
los protagonistas absolutos, las estrellas de la historia, con sus
tumbas y tesoros faraónicos, sus momias y maldiciones. Claro que
la realidad dista bastante de las películas de Indiana Jones,
aunque no se puede decir que ellos, y ellas, no corran sus
riesgos. A veces puede ser más peligroso para una arqueóloga
atravesar en solitario un poblado egipcio, seguida por una
pandilla de chavales arrojándole piedras, que meterse en una
tumba recién descubierta. Es, más o menos, lo que le sucedió a
la egiptóloga María José López Grande en una de sus campañas
en Egipto. “Los críos en pandilla pueden ser muy peligrosos”,
dice ahora divertida al recordar el mal rato que pasó huyendo de
sus piedras.
López Grande, profesora de
Arqueología de la Universidad Autónoma de Madrid, confiesa, a
sus 47 años, que ha perdido la cuenta de los viajes realizados a
Egipto: “Dejé de contarlos cuando superé la veintena”. El país
del Nilo y su mundo faraónico han sido, desde que era pequeña,
su sueño, y ahora, además de su pasión, su dedicación. “He
tenido una suerte increíble. Siempre he dicho que los dioses me
aman, ellos me llevaron a Egipto”.
La suerte de esta arqueóloga, que
domina la escritura jeroglífica, especializada en cerámica del
antiguo Egipto, comenzó en primero de bachillerato cuando tuvo
bien claro que quería ser egiptóloga, algo que no existía en
España. “Me fascinaba la estética egipcia, yo veía una pieza
faraónica y me parecía preciosa. Pero en los libros de
bachillerato apenas encontraba datos de Egipto, la lección de los
egipcios ocupaba dos páginas, y las de Grecia y Roma, cinco o
seis… Eso me llevó a buscar libros sobre aquel país y encontré
la Historia del Arte de Salvat. Me enamoré de aquel libro, fue
determinante en mi vida”.
Parece claro que no podía ser otra
cosa que arqueóloga.
Desde que Egipto me fascinó de esa
manera empecé a ver películas, a leer literatura, todo lo que
pillaba del país. Quería hacer Egiptología, pero en España no
existía esa especialidad, así que estudié Historia y Geografía,
la especialidad de Arqueología, y en primero de carrera hice un
viaje a Egipto que fue definitivo. Después de aquel viaje era
imposible pensar en hacer otra cosa. Me enteré de que en Asuntos
Exteriores había becas de lengua para estudiar en Egipto y me
puse a aprender árabe. Pensé: “Si así me puedo ir a
Egipto…”.
Así que se fue a Egipto y, para
empezar, estudió árabe.
He llegado a hablar árabe bastante
bien. Claro que lo que aprendes es el árabe clásico moderno, que
te permite entender muchas cosas y tener la estructura de una
lengua semítica, que es fundamental, pero cuando la gente normal,
la de las aldeas, te oye hablar, te mira como a un bicho raro,
como preguntándose: “¿Qué dice?”. Yo les entiendo bastante,
años atrás todavía mejor, porque he pasado muchos meses
seguidos en Egipto y las lenguas hay que estar en ellas, pero era
una baza importante para conocer el país de norte a sur.
¿Se lanzó por su cuenta a
recorrerlo?
El primer contacto fue durante un
viaje organizado, en 1982, y resultó fantástico. Comprendí que
era muy bueno saber árabe porque fuera de El Cairo la gente no te
entendía. En ese primer viaje me ocurrió algo maravilloso. Decidí
ir sola a ver las pirámides, y fui en autobús, algo complicadísimo
porque la gente no estaba habituada a que una turista jovencita
cogiera sola transportes. Me subí al autobús, me senté, y un señor
joven se puso delante de mí con los brazos extendidos, como si
fuera un parapeto, algo que resultaba muy violento pero que
comprendí en la siguiente parada cuando subió una avalancha de
gente… Yo miraba por la ventanilla y veía al lado un camión
cargado de camellos, y eso de ver la cabeza de un camello a tu
altura, esa visión, ese primer contacto con Egipto, no se me
olvidará nunca.
Flaubert llegó, a mediados del
XIX, a caballo hasta la mismísima Esfinge y trepó a la cima de
una de las pirámides. Usted llegó en autobús, no es lo mismo,
pero ¿qué sintió?
Las pirámides siempre me
sorprenden, y cada vez más. Ahora están muy metidas en El Cairo,
pero son impactantes. La primera vez me sobrecogieron una
barbaridad. Entonces era todo mucho más agobiante que ahora, que
apenas hay vendedores o camelleros porque están mucho más
controlados, pero lo recuerdo como algo fantástico. Fue también
mi primer encuentro con la Esfinge y no se me borrará. Egipto te
impresiona siempre, pero los grandes impactos para mí fueron en
ese primer viaje. Ahora la Esfinge la ves desde un costado,
entonces se veía de frente y tenía una verja donde ponía “no
entrar”, pero yo entré. En aquel momento no sabía que había
una estela entre sus patas, y me vi allí, al lado de aquella
estela enorme, fue impresionante. Evidentemente no fue como el
viaje de Flaubert, los viajes del siglo XIX eran apasionantes,
pero así empezaron mis contactos con Egipto y mis ganas tremendas
de volver.
Volvió en 1986, nada menos que
formando parte de la Expedición Arqueológica Española en
Egipto, supongo que entonces vivió su primer encuentro importante
con el mundo faraónico.
Fue una suerte increíble. La vida
en Heracleópolis Magna era muy curiosa, el área de Fayum donde
se hallaba la excavación está en el sur y fue duro, porque
excavar en Egipto es duro ya que el sol calienta, bueno, igual que
en Sevilla o La Mancha en verano… El calor es algo con lo que
tienes que contar, la incomodidad, estar de polvo hasta las
orejas…
¿Lleva el uniforme
reglamentario: botas, sahariana, salacot?
Sombrero casi siempre. La camisa
tipo militar, con bolsillos, resulta muy cómoda, porque es
amplia, tiene mangas, te resguarda bien del polvo y los mosquitos
y no te quemas tanto, pero también llevo camisetas. Nunca pantalón
corto. Y sí, en Egipto llevamos botas porque hay escorpiones, hay
que tener cuidado. En Heracleópolis los veíamos corretear cerca
de nosotros, los escorpiones son reales en Egipto.
No me diga que, como en las películas
de Indiana Jones, tienen que luchar contra los escorpiones…
Eso son cosas del cine, que
realmente no cuenta las incomodidades, el calor –aunque siempre
se excava en otoño, invierno o primavera, hace mucho–, los
bichos, el agua caliente… Porque ahora ya hay neveras, pero en
Heracleópolis, hasta que tuvimos un frigorífico no había una
bebida fría… Trabajas muchas horas en cuclillas o de rodillas,
para no machacar una cerámica que tienes al lado; dibujas bajo un
sol tremendo, y el papel milimetrado al detalle te obliga a
arrugar muchísimo los ojos, con lo cual te salen muchas patas de
gallo –yo se lo advierto en clase a las alumnas que quieren ser
arqueólogas–; y te destrozas las manos, porque la cerámica es
como si absorbiera parte de tu grasa y acabas con todas las manos
cuarteadas… En fin, es duro pero apasionante.
¿Se dedicó desde el principio
a la cerámica?
En Heracleópolis ya fui a ocuparme
del estudio de la cerámica. Era una necrópolis del Tercer
Periodo Intermedio muy interesante, con las tumbas de piedra, pero
todo el entorno del cementerio estaba ocupado por enterramientos más
pobres, muchas veces posteriores, y todos los ajuares de los
muertos y ofrendas a los difuntos eran de cerámica, que después
de los rituales normalmente se rompían para que la gente no
volviera a utilizarlos. En Heracleópolis, el suelo es muy húmedo
porque hay aguas freáticas y hay que excavar prácticamente en
barro, lo que es una dificultad añadida y un problema para
encontrar ciertos materiales como papiro o fragmentos de lino. Los
esqueletos o las momias que encontramos estaban en un estado muy
lamentable. Después de recoger los trozos de cerámica, había
que lavarla y dejarla al sol para que se secara, y eso acarreaba
muchos problemas para evitar que se perdieran las etiquetas que
poníamos para clasificarla, era una lucha con las cabras, que les
encantaba comérselas, o con los niños, que cogían los palitos
para jugar… Allí trabajé ocho años. Vivíamos en Beni Suef, a
18 kilómetros del yacimiento, y todos los días íbamos en coche
hasta la excavación, pero en una ocasión en que fui sola desde
El Cairo para llegar desde Enhasya el Medina, el punto más
cercano, fue una verdadera aventura.
¿Qué pasó?
Hasta Enhasya el Medina hay unos
coches colectivos que te llevan, pero luego, para llegar a la
excavación no había nada. Yo sabía que era muy peligroso ir
andando porque los niños de las aldeas te apedrean… Los niños
egipcios, cuando te conocen, son adorables, pero cuando no te
conocen, si eres chica, rubia, y vas sola, son temibles. Nunca te
esperas que un niño vaya a pegarte una pedrada o un palo, pero es
lo que suelen hacer; la razón la ignoro, no van a robarte ni nada
de eso, supongo que simplemente es porque eres una mujer y extraña.
Así que en Enhasya intenté encontrar a alguien que me llevara a
la excavación, pero no hubo forma. Por eso, cuando vi a uno de la
aldea que conocía, en moto, le convencí para que me llevara. Y
cuando me vieron llegar en la moto con él, no le quiero contar
las caras de sorpresa de la gente… Ésa es la verdadera
aventura, encontrar a alguien que te lleve a la excavación.
Después trabajó en el delta
del Nilo con una expedición internacional del Pelizaeus Museum
(Hildesheim), pasó dos años en el British Museum de Londres y
tuvo un hijo que la retiró un tiempo de las excavaciones. Y volvió
a Luxor para excavar las tumbas de Djehuty y Hery, dos altos
personajes de los reinados de Hatshepsut y Tutmosis III. Un
proyecto español de altos vuelos…
La verdad es que Djehuty es una
suerte gracias a José Manuel Galán, el director de la excavación,
que se ha movido de una forma magnífica. Empecé el trabajo de
campo en la segunda campaña y fue muy impresionante, porque ir a
excavar a la antigua Tebas es como si te dicen pide a los Reyes
Magos lo que quieras… Yo habría pedido una excavación en
Egipto, del Imperio Nuevo, del reinado de Hatshepsut a ser
posible, y en el Valle de los Reyes: pues Djehuty, ¡increíble! Y
trabajar en la necrópolis de Dra Abu el Naga es excitante, porque
vivimos muy cerca de la excavación y la vivimos intensamente
hasta que nos dormimos. Y, además, estamos rodeados de
excavaciones internacionales que hacen cosas muy interesantes. Los
franceses tienen cerámicas maravillosas desde hace muchos años,
de esas que has estudiado en los libros y que ahora ves allí.
Tengo entendido que trabajan en
una ladera en la que se producen frecuentes derrumbes que pueden
dejarles atrapados en cualquier momento.
Estamos, efectivamente, en una
ladera que se ha estado derrumbando a lo largo de la historia,
todo el material está muy revuelto. Y hay momentos muy
emocionantes. Recuerdo un día en que se estaba limpiando una zona
de la colina y Andrés, un compañero de la excavación, empezó a
chillar: “¡Dios mío, Dios mío, un agujero!”. Y es que, en
un momento en el que cedió la colina, se abrió un agujero que
era la entrada a otra tumba, ¡se puede imaginar ese momento!
Todos queríamos entrar. En ese instante pierdes un poco la
sensación de riesgo y de miedo, sólo piensas: una tumba, tengo
que entrar y ver qué hay dentro.
¿Cuál es su recuerdo del mayor
riesgo vivido?
En Heracleópolis estaba excavando
la zona exterior de una tumba sin saber que estábamos en su
fachada, seguimos excavando lo que era el patio anterior, el
dintel, y llegamos al nivel del suelo donde había una serie de
enterramientos. Teníamos que excavar encima de la tumba, que
estaba enterrada, y fue muy emocionante. Cuando empezamos a
excavar la zona del techo habían cedido las lajas –luego vimos
que estaban rotas– que cubrían la tumba. Eran lajas largas y
resultaba muy difícil excavar y entrar. Cuando hubo un hueco, me
metí tumbada y me quedé totalmente tendida bajo el techo de lo
que quedaba de la tumba. Lo primero que vi fue un maravilloso
cielo estrellado, y lo segundo, una grieta enorme sobre mi
cabeza… Me asusté, fue impresionante. Y, en esa misma excavación,
pasé mucho miedo una mañana que estaba limpiando un conjunto de
useptis –figuritas humanas de fayenza que aparecen más de 400
juntas–, que son los respondedores que van a acudir, en nombre
del muerto, cuando el dios les llame para cumplir una tarea.
Estaba concentradísima en mi trabajo y había un restaurador,
Antonio Sánchez Barriga, que estaba dentro de una tumba, y de
repente oímos un ruido tremendo, retumbó el suelo, y un grito:
“¡Antonio!”. Antonio se había caído en la grieta, y después
de unos segundos de silencio se oyó: “Estoy aquí”. Se había
desplomado una piedra enorme y por fortuna no pasó nada. Fue un
momento tremendo, todos los egipcios lanzaron a coro un Al hamdu
lillah (alabado sea Dios).
Supongo que un arqueólogo no
puede tener claustrofobia.
No, claro, despídete de ser arqueólogo
si tienes claustrofobia… En Djehuty, el que más riesgos ha
corrido es José Manuel Galán, que es quien más ha reptado por
las tumbas. Yo me he arrastrado con él, pero por vías ya
conocidas. Puede ser agobiante, pero si te gusta lo que haces, te
animas y muchas veces te metes en sitios que eres consciente de
correr un riesgo. Pero lo asumes y todos procuramos ser sensatos.
Siempre que se entra en una tumba se supone que tienes que ponerte
el casco, pero es incomodísimo y te vas confiando mucho. Mi hijo,
que tiene 10 años, se pasa la vida diseñando máquinas
–supongo que influenciado por ese robotito que últimamente
hemos visto en televisión que sube por las galerías de la pirámide–
para que no tenga que meterme en las tumbas que se caen…
Riesgo y emoción. ¿Cuáles han
sido los momentos más escalofriantes?
Uno ha sido este año, en la última
campaña de Djehuty. Habíamos recogido un conjunto de cerámica y
había una ovoide, muy grande, rota en la parte superior. Las
roturas eran antiguas y yo miré dentro y no estaban los trozos.
Era raro, pero como estaba colmatada de tierra, empecé a
excavarla con mucho cuidado a ver si me encontraba los cachitos
que faltaban. Encontré fragmentos de otra jarra, pero una vez
retirados esos fragmentos vi, dentro de la jarra, unas piedras más
grandes que la boca original de la cerámica, que probablemente se
había roto para meterlas. Fui sacándolas y debajo de ellas había
una tela atada. Todo era muy emocionante, al final saqué el
hatillo de lino, que estaba anudado en los dos extremos, y, cuando
las condiciones climáticas son tan favorables como en Tebas –de
una enorme sequedad–, el lino se conserva tan bien que pude
desatar los nudos sin romperlos. Era una jarra del 650 antes de
nuestra era, o sea, de 2.650 años, ¡y pude desatar los nudos…!
Me muero de curiosidad, dígame,
¿qué tenía dentro?
Dentro del hatillo había, nada más
y nada menos, que un mechón de pelo.
¡Qué decepción!
Pero era un mechón de pelo muy
especial. Dentro de un ritual muy complejo, llamado “la apertura
de la boca”, que se hacía en las necrópolis para que el muerto
pudiera revivir a la otra vida, participaban dos plañideras que
hacían las veces de Isis y Menfis –las diosas más importantes
vinculadas al dios de los muertos, Osiris–, y al final se
cortaban un mechón de pelo que se guardaba, y que nunca habíamos
encontrado. Y eso es lo que yo tenía, el pelo de la diosa, porque
esas mujeres personificaban a una diosa. Fue muy emotivo. Otro
momento muy especial fue cuando, con María Dolores Garralda,
examinaba los restos humanos de una momia que estaba muy
deteriorada y encontramos el escarabeo del corazón, una pieza
fantástica que ocupa el lugar del corazón, con una inscripción
maravillosa con el nombre de la muerta.
Me atrevo a decir que, después
de estas experiencias, la egiptología es como la imaginó en su
adolescencia.
Es como la soñé, sigo
entusiasmada y deseando volver a Egipto. Es de cine, porque hay
muchos momentos que no vivirías dedicándote a otra profesión,
aunque tiene una carga de labor minuciosa, de paciencia, de horas
de estudio, que eso no sale en las películas, donde van pegando
tiros y arrancando piedras… ¡La de horas de dibujo que conlleva
una estelita o un recipiente de cerámica! Hay muchas mañanas que
yo no hago más que dibujar y dibujar. Es difícil ver alguna película
cercana a la vida del arqueólogo, todas son bastante falsas. La
verdad es que la egiptología sigue siendo una disciplina bastante
joven, porque Champollion descifró los jeroglíficos en 1821 y, a
partir de ahí, es cuando hemos podido leer. Pero hay muchísimo
hecho, y eso acerca bastante a lo que fue el antiguo Egipto,
aunque siempre te sorprende porque es un país fascinante y muy,
muy, generoso. Apenas has comenzado a excavar y ya tienes un nivel
arqueológico extraordinario.
¿Por qué el mundo faraónico
sigue fascinando tanto a gente de culturas tan diferentes?
Yo creo que es por la estética y
el misterio. En un primer momento, las momias tienen una fascinación
tremenda, ese mensaje de eternidad, esos cuerpos de individuos de
hace 4.000 años; y la estética egipcia es arrebatadora. A eso se
pueden sumar los logros tecnológicos que alcanzaron, que hacen
que otras personas, menos sensibles a la estética o al morbo de
las momias, también se interesen por Egipto.
¿Qué le parece la reciente
reconstrucción del rostro de Tutankamón?
Me ha parecido guapísimo. Los
egipcios antiguos eran guapos sin duda, hay momias en las que
todavía están guapos, como la de Tutmes IV, imagínese sin
momificar.
Puestas a imaginar, cuénteme su
sueño pendiente de egiptóloga.
Excavar en el Valle de las Reinas y
encontrar el equivalente de Tutankamón en una reina sería fantástico.
Aparte de Hatshepsut ha habido otras reinas importantes que apenas
se conocen. La figura de la reina es muy discreta en el Egipto
faraónico, excepto aquellas reinas que no formaban parte de la
estirpe real, que eran advenedizas, por ejemplo, Nefertari, la
reina Tiye –esposa de Amenofis III– o Nefertiti. Estas
mujeres, que no eran de estirpe real, sino que las elegían los
reyes como esposas, son las más conocidas, pero la reina de
estirpe real era muy discreta, pese a ser una figura fundamental
en la realeza faraónica, porque era ella la que transmitía la
estirpe. Estas mujeres, me imagino, irían muy tapadas, en
baldaquinos. Por ejemplo, de Hetepheres, una reina muy antigua
–madre de Keops y esposa de Snefu–, conocemos sus brazaletes,
que subían hasta el codo, y un baldaquino, lo que nos hace pensar
que se mostraban como seres divinos, como estatuas. En los años
veinte se encontró, en Giza, una cámara que se pensó que era su
tumba, pero probablemente era el material funerario que había
sobrevivido de la tumba original. Es magnifico, un baldaquino y
unos sillones dorados que están en el Museo de El Cairo. Esto
demuestra que las reinas tuvieron unos ajuares fastuosos, pero
todas las tumbas que se han encontrado están expoliadas. Aunque
el Valle de las Reinas es una necrópolis muy poco explorada, las
tumbas que hay son preciosas. Mi sueño es encontrar la tumba de
una reina –ahora mismo es imposible porque Egipto no da permisos
de excavación a otros países–, pero como sueño ahí está,
sería fantástico.
Creo que no todo han sido momias
y cerámicas faraónicas, parece que también ha pasado por otras
aventuras más pegadas a la actualidad.
Siempre hay vivencias curiosas o
divertidas de otro tipo. Recuerdo una, en 1989. Yo estaba
interesada en documentar lo más posible las andanzas de los
mercaderes sudaneses que vienen con grandísimas caravanas de
dromedarios hasta llegar a El Cairo, y se reúnen en Suk el Guimal
–que significa Zoco del Camello, aunque en realidad son
dromedarios–, un mercado muy importante. Me interesaba, porque
Icona me había pedido un trabajo sobre animales para una revista,
y había escogido el dromedario. Alguna vez había visto grandes
manadas y quería saber el precio de los adultos, de las crías,
de las dromedarias embarazadas… La sorpresa de los camelleros al
ver a una chica joven y sola por un mercado donde no hay turistas
fue tremenda… Fui, sabiendo que me metía en un ambiente un poco
cerrado. Soy más bien pequeñita y menuda, así que tenía que
demostrar mucha decisión. Y eso hice. Cuando te ven segura,
hablando en árabe, de entrada les sorprendes. Iba con mucho
cuidado, pidiendo permiso para todo; les decía que estaba
escribiendo un libro, y eso a la gente del desierto le impresiona.
Me llamaban doctora y me ofrecieron toda la información posible.
Es un mercado muy activo, donde yo era la única mujer entre
cientos de sudaneses y miles de camellos… Los camellos llevaban
el nombre de los propietarios marcado a hierro o con sprays de
colores, y algunos también, invocaciones a Alá. Son unos bichos
tremendos y violentos. Intenté averiguar a partir de qué momento
existían en Egipto, porque no son propios de la cultura faraónica,
no aparecen en los jeroglíficos, se introdujeron en la época
helenística. Resultó muy interesante, muy curioso, una vez
pasados los primeros momentos de desconcierto general, y he pasado
por apuros menos interesantes…
¿Por ejemplo?
Ir de becaria por el mundo con los
presupuestos de Asuntos Exteriores, a comienzos de los ochenta,
aquello si era pasar apuros… Yo vivía en El Cairo en el entorno
del Museo Egipcio, en una pensión modesta donde se podía vivir
pero era difícil estudiar. Tenía una mesa coja y una lámpara
que no alumbraba nada, y, claro, en invierno, a las cinco de la
tarde era de noche. Así que me iba a estudiar a la cafetería del
hotel Hilton hasta que prácticamente me echaban… Por eso,
cuando años más tarde fui la primera vez en un viaje de
profesora y me alojé en el Hilton resultó muy divertido. Me
dije: “Ahora sí, después de tantas horas de cafetería, ahora
puedo vivir en el Hilton”. Cuando te quieres especializar en
algo, el día a día sí que es una verdadera aventura, pero yo he
tenido mucha suerte. Como sigue siendo una aventura hacer
egiptología en España, tienes que tener muchas ganas… Todavía
hay que ir a estudiar al extranjero, lo único que existe es
alguna asignatura en Historia y algunos cursos, pero, pese a todo,
se está formando gente muy buena.
No me extraña que repita la
palabra ‘suerte’, parece que los dioses la protegen de verdad.
Los dioses me aman mucho. Las
diosas aladas son muy protectoras y he viajado por todo Egipto
buscando, por tumbas, museos y escrituras, figuritas de diosas
aladas. Cualquiera de sus imágenes es una preciosidad. Y les he
dedicado un libro…
Fuente: El País Semanal.
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