Probablemente uno de los principales atractivos con
que seduce el antiguo Egipto a aquellos que se acercan a él por primera
vez es su aura de misterio, de secretos no descifrados.
Y ciertamente son muchas las preguntas que aún no han hallado respuesta
y quién sabe si algún día la encontrarán. El afán permanente del ser humano
por agrandar sus conocimientos le ha llevado a lo largo de la Historia
a encontrar explicación a todo aquello que le rodea, desde la creación
del Universo hasta los fenómenos naturales que han regulado su modus
vivendi,
no siempre amparándose en la investigación empírica.
Este siglo XX que empieza a abandonarnos continuó en sus primeros años
embebido por el auge espectacular de la egiptología vivido a finales del
XIX y alcanzó su cenit con el descubrimiento de la tumba prácticamente
virgen de un olvidado faraón: Tutanjamón.
Paralelamente a la extraordinaria riqueza artística e histórica del
hallazgo, comenzó a circular una no menos abundante parafernalia que desembocó
en la supuesta maldición que el rey legó a la posteridad para todo aquel
que osara perturbar su sueño eterno, una maldición que hablaba de muerte.
En primer lugar, hay que resaltar que ni en la tumba ni en ninguno de
los objetos que se encontraron en su interior hay un solo texto que se
pueda identificar con una maldición, no pudiéndose tomar como tales las
fórmulas propias del ritual, destinadas a garantizar la tranquilidad del
faraón en su tránsito a la nueva vida. Sobre la tan manida inscripción
hallada en la puerta de acceso a la tumba, lo único que se encontró fue
lo normal: los sellos con el nombre del faraón y el sello de la necrópolis
real (el chacal y los nueve cautivos).
Entre el cúmulo de profesionales (arqueólogos,
historiadores, fotógrafos, lingüistas, dibujantes, médicos, químicos…)
que trabajaron en el vaciado de la tumba, así como en el estudio,
clasificación y conservación tanto de los objetos como del propio
recinto, ninguno de ellos atisbó nada que le fascinase salvo por lo
fascinante del descubrimiento.
La tumba fue encontrada el 4 de noviembre de 1922 y hasta el 26 del
mismo mes no terminaron los primeros trabajos de desescombro del acceso.
Ese día 26, después de aproximadamente 3000 años desde que se selló por
primera vez, cuatro personas pudieron vislumbrar el interior: Howard Carter
(el descubridor propiamente dicho), Lord Carnavon (mecenas de la excavación),
Evelyn Herbert (hija de Carnavon) y Callender (colaborador de Carter).
El día 29 se procedió a la apertura oficial, en la que además de las
cuatro personas citadas, estuvieron presentes: Lady Allenby (esposa de
Lord Allenby, jefe del Departamento de Antigüedades), Abd el Aziz Bey
Yehia (gobernador de la provincia), Mohamed Bey Fahmy (namur de distrito),
Merton (corresponsal del Times de Londres), amén de diversos nobles y
autoridades egipcias.
En fechas inmediatamente posteriores visitaron igualmente la tumba el
doctor Lucas (director del Departamento de Química del Gobierno Egipcio),
Harry Burton (fotógrafo del Metropolitan Museum de Nueva York que se hallaba
trabajando en una concesión arqueológica otorgada por el gobierno egipcio
a dicho museo), Hall (dibujante de este museo y que prestaba sus servicios
en la misma concesión), Hauser (igual que Hall) e infinidad de autoridades
en la materia, tales como Alan Gardiner o Lord Allenby.
De todos ellos, el único que murió en trágicas circunstancias poco tiempo
después del descubrimiento fue Lord Carnavon. Una picadura de mosquito
se le infectó y falleció el 6 de abril de 1923, cuando contaba 56 años
de edad.
Obviamente se puede decir que murió de forma inusual, no obstante desde
joven había sufrido problemas de salud y padecía migrañas agónicas, tal
y como desveló su hermana Lady Burghclere. Por otro lado, la esperanza
de vida en el primer tercio del siglo XX no es comparable a la actual,
ni los adelantos en tecnología o en diagnosis y tratamiento equiparables
a los que la medicina está capacitada a aplicar hoy en día. ¿Qué hubiera
sido del ilustre enfermo en el año 2000?
A partir del descubrimiento hubo algunos elementos que dispararon la
imaginación popular: no solamente la muerte de Carnavon coincidiendo con
un apagón general en El Cairo, sino el fallecimiento de su hermanastro,
de su enfermera, de uno de los médicos que radiografió la momia del faraón
y de un millonario estadounidense que había visitado la tumba.
Afortunadamente para el conocimiento y desgraciadamente para la literatura,
la realidad suele mostrar poco aprecio por el romanticismo. De una forma
artera un hongo que había permanecido encerrado en la tumba durante miles
de años en estado latente, el Aspergillus Niger, encontró las condiciones
adecuadas para reiniciar su actividad con la apertura de la tumba, provocando
una neumonía respiratoria sin tratamiento en la época.
Si estuviéramos en disposición de hacer un cálculo, aunque fuera aproximado,
del ingente número de personas que visitó el lugar, tanto por razones
de trabajo como por compromisos de tipo social y político (todo el que
se consideraba alguien dentro y fuera del mundo de la egiptología se creía
con derecho a participar del acontecimiento), estos cinco óbitos supondrían
un porcentaje irrisorio (lo que en matemáticas se denomina "desviación
despreciable"), máxime si pensamos que sólo dos de estas personas tenían
relación directa con la tumba: Carnavon y el desgraciado radiólogo.
Hemos de situarnos en 1922 e imaginar las diferencias en cuanto a comunicaciones
con las que conocemos en la actualidad. Un mundo ávido de noticias que
suple con imaginación lo que no encuentra en los periódicos. Una sociedad
que no disfruta de las excelencias de la televisión para introducir los
acontecimientos en nuestros hogares.
Trasladémonos ahora a febrero de 1923, fecha en la que la reina Isabel
de Bélgica, acompañada de Lord y Lady Allenby penetró en la tumba y hagamos
caso a Maynard Owen Williams, reportero de National Geographic encargado
de cubrir la noticia y que también tuvo el privilegio de adentrarse en
ese pequeño pedazo de la memoria del anciano Egipto, quien cifraba en
10.000 los turistas que se habían acercado a los aledaños de la tumba
desde finales de noviembre del año anterior, sin contar a aventureros,
buscadores de fortuna, charlatanes o simples curiosos.
No importa si la cifra es correcta o exagerada pero sí sirve para comprender
la conmoción mundial que supuso toparse de bruces con el faraón. ¿Cuántos
de aquellos viajeros perecieron víctimas de la ira del rey?.
Como muestra del sinfín de noticias sin fundamento que inundaron esta
primera parte del reencuentro de la historia con Tutanjamón, baste mencionar
la siguiente anécdota: Howard Carter intentó mantener momentáneamente
en secreto el fruto de sus pesquisas de tantos años hasta verificar el
contenido de la sepultura, entre otros motivos por cuestiones de seguridad,
tratando de no resucitar el pillaje al que las tumbas faraónicas y nobles
fueron sometidas en los momentos más turbios del pasado egipcio.
Tan sólo dos días después del famoso 4 de noviembre, cuando ni los medios
de comunicación ni las autoridades habían sido informados, no solamente
se sabía del descubrimiento, sino que había prendido el rumor de que tres
aviones, aterrizados en las inmediaciones del Valle de los Reyes, partían
con rumbo desconocido llevándose los tesoros de la última morada del monarca.
En resumidas cuentas, no existe ninguna maldición. Todo es fruto de
la imaginación y de la maledicencia y puestos a conocer algo más acerca
de Tutanjamón, será preferible detenerse en su legado, llegado a través
del mayor ajuar funerario de la antigüedad jamás encontrado, o en la época
histórica que le tocó vivir, justo tras la revolución monoteísta de Ajenatón.
Al menos eso quiero pensar, ya que visité la tumba hace poco más de cuatro
años y no deseo vivir bajo los efectos de su amenaza.
Autor del artículo:
Rafael Gómez Portela
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